Estamos ante dos maneras diferentes, en cierta manera contrarias, de prepararse para el acontecimiento que da sentido a ambos: la Navidad. Por un lado, a nivel litúrgico y religioso, la Iglesia recuerda a sus fieles que estaría bien mantener una actitud fuerte de vigilancia durante las cuatro semanas previas a dicho acontecimiento. De vigilancia no respecto a posibles intrusiones externas, sino a todo lo que pueda suponer desde el interior una distracción que impida descubrir donde se encuentra hoy para todo hombre y mujer la Buena Noticia. Para ello, las iglesias y lugares de culto se adornan de manera especial, dentro de la austeridad requerida. El color morado es el que predomina, acompañado de un signo propio y exclusivo de este tiempo litúrgico como es la corona de Adviento. Yendo más al fondo, en cuanto al mensaje y al testimonio, son los profetas los encargados de recordar que el momento está muy cerca y que, por ello, se hace necesario mantener una actitud activa y expectante de vigilia y de espera. Principalmente Isaías, por lo que al Antiguo Testamento se refiere, es el que recuerda que el “tiempo ya se ha cumplido” y que, por tanto, es hora de despertar y mantenerse alerta. Juan Bautista, en el Nuevo, será quien con su palabra y también su testimonio urgirá a abrir caminos que hagan posible la entrada de Aquel, el único, que trae la paz. Finalmente, María, también José, encarnarán de manera muy especial el mejor ejemplo de que no hacen falta ruidos ni aspavientos; el silencio es el instrumento más idóneo a la hora de oír ese susurro de “Aquel que viene sin romper la caña cascada”.
Lo que me temo es que quizás toda esta preparación no sirva más que para dar pábulo a un cierto sentimiento y sensiblería personal que la imaginación popular ha ido tejiendo a lo largo de veinte siglos a partir de algunos datos, poco precisos ciertamente, del nacimiento de un niño allá, por las tierras de Judea. Todo ello, en vez de asumir en forma de compromiso lo que un día más tarde este recién nacido espetará sin más a los discípulos que el Bautista le envió para preguntarle si era Él realmente el Mesías. “Id y decid a Juan -les respondió- lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los mudos hablan, los cojos caminan…” (Lc. 7, 22-23).
Junto a esta manera de prepararse para la Navidad, la sociedad en general, “cristiana” precisamente, lo vive y lo espera de manera muy diferente. En este sentido, cabe reconocer que acostumbra a madrugar un poco más. Hace algunos días que la mayoría de las calles y plazas de nuestras ciudades comenzaron a iluminarse de manera muy especial. No de la manera que se hace cada año, sino con mayor intensidad, cuando esto es posible; pues, no en vano, los unos y los otros se retan y compiten para a ver quién logra superar mejor el espectáculo conseguido el año anterior. La luz, con todo lo que supone y significa, en este caso deja de tener finalidad en si misma, para convertirse en instrumento y medio que conduce a otras realidades. Así, pues, la luz queda convertida, por un lado, en signo y señal; mientras por otro, se la intenta imbuir de algo mucho más incisivo; es el mejor de los reclamos que llama a los unos y los otros, no solo para que compren lo que en muchos casos podría ser necesario; sino para que lo hagan hasta llegar al paroxismo, si hace falta.
A la calle salen también unos cantos que otrora solamente se cantaban en los templos. Unos cantos preñados de una ternura y de un sentimiento profundo que obligan casi a la fuerza a hacerse portador/a de valores muy especiales. Valores tales como la bondad hacia todo y para con todas las personas; la solidaridad con el pobre, el perdón para con el ofensor, el deseo de paz para quienes, en un sentido o en otro, son víctimas de violencia o de abuso. Hablo de obligar, no porque alguien, desde fuera, imponga deberes más o menos onerosos que haya que esforzarse por llevar a cabo para convertir en realidad los valores antes aludidos. Se trataría de un esfuerzo en la línea, más bien, de una especie de auto obligación interior que nadie va a fiscalizar, sino que va a ser cada una y cada uno quienes lo ponga en práctica con la mayor generosidad del mundo y, curiosamente también, con una inmensa alegría. Vaya; que sí o sí, hay que ser buenos y buenas, porque toca; sin pretender ir más allá. Y eso mal que les pudiera pesar a no sé quién, o, incluso, a nosotras y a nosotros mismos.
Claro que, vistos así estos “Advientos”, muy poco o nada se puede esperar de los mismos a corto y, mucho menos, a largo plazo; pues tengo la impresión de que no son fruto de convicciones sólidas y profundas, sino, más bien, de sentimientos bastante superficiales en general y, por lo visto hasta el momento, muy, pero que muy pasajeros.
A pesar de todo, no estoy abogando, por si alguien lo pudiera llegar a pensar, por un año, en este caso por un diciembre 2019, sin Navidad; ¡Dios me libre! Mis deseos son totalmente otros: ¡Quiero la Navidad; solo faltaba! Pero, eso sí: una Navidad menos mezquina, menos superflua, menos sensible religiosamente, menos… Una Navidad de sentimientos profundos que, a su vez, esté libre de experiencias baladís. Una Navidad que sea fruto de una religión que predica y es testimonio de un compromiso con todas las consecuencias. Y, puestos a pedir, mi deseo es que fuera una Navidad más “evangélica”.
Eclesalia
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