“Crisol para la plata, horno para el oro, los corazones Yahvéh mismo los prueba” (Prov 17,3)
En el proceso, en la vida, en el trabajo, en el esfuerzo,
toca hacerse vulnerable.
No puedo reservarme inútilmente, aislarme en una burbuja de seguridad.
¿De qué me sirve evitar el dolor,
si pierdo también la capacidad de amar, de vibrar, de buscar?
¿De qué me sirve protegerme de la intemperie o del riesgo,
del conflicto o del fracaso, si pierdo también la posibilidad de luchar, soñar, intentar una y mil veces alcanzar cumbres lejanas?
¿De qué me sirve revestirme de un manto de firmeza, si al final eso me aísla y no me deja compartir las lágrimas, las historias, las caídas y los encuentros con los otros?
En esa vida profunda y compartida,
en la herida y en el abrazo,
en el ruido y en la zozobra,
en el vértigo y en el encuentro,
Dios me saluda, me acuna, me llama y me dice:
“Hijo mío”.
¿Quiénes pueden “tocar” mi vida?
Entre la burbuja de seguridad y la intemperie que me hace vulnerable,
¿qué elijo?
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