Ron Rolheiser (Trad. Julia Hinojosa) - Martes 17 de Julio del 2012
Cada año escribo un articulo sobre suicidio porque mucha gente tiene que vivir con el dolor de perder a un ser querido de esta forma. Casi nunca pasa una semana sin que reciba una carta, un correo electrónico, ó una llamada por teléfono de alguien que acaba de perder un miembro de su familia por suicidio. Virtualmente en cada caso, hay una dolor correspondiente, sobre el que no hay mucho material, religioso ó secular, para ayudar a consolar a aquellos que sufren el dolor del acontecimiento. Una amiga mía, que durante algunos años muy oscuros ha tenido que lidiar con el dolor de haber perdido a su marido por suicidio, planea un dia escribir un libro para tratar de ofrecer consuelo a aquellos que se quedan. Hay una necesidad desesperada por uno de esos libros.
Cuando alguien cercano a nosotros muere por suicidio vivimos con un dolor que incluye confusión (“¿por qué?”), culpa (“¿Qué pudiéramos haber hecho?”), malentendido (“Esta es la última forma de la desesperación”) y, si somos creyentes, también una profunda ansiedad religiosa (“¿Cómo trata Dios a esas personas? ¿Cuál va a ser su destino eterno?”)
¿Que se puede decir acerca del suicidio? A riesgo de repetir lo que he estado escribiendo año tras año:
Primero, que es una enfermedad, algo que en la mayoría de los casos toma la vida de una persona en contra de su voluntad, el equivalente emocional al cáncer, a un derrame cerebral, ó a un ataque de corazón. Segundo, que nosotros, los seres queridos que permanecemos, no debemos gastar demasiado tiempo y energía haciendo conjeturas en cuanto a la forma en que pudimos haber fallado a esa persona, de lo que deberíamos habernos dado cuenta, y qué pudiéramos haber hecho para haber prevenido el suicidio. El suicidio es una enfermedad y, como en una enfermedad puramente física, podemos amar a alguien y a pesar de todo no ser capaces de salvarlo/a de la muerte. Dios también amó a esa persona y, como nosotros, no pudo interferir con su libertad. Finalmente, no nos debemos preocupar mucho acerca de cómo Dios se encuentra con nuestro ser querido en el otro lado. El amor de Dios, a diferencia del nuestro, traspasa puertas cerradas, desciende al infierno, y exhala la paz donde nosotros no podemos. La mayoría de la gente que muere por suicidio, va a despertar del otro lado para encontrarse con Cristo en pie dentro de sus puertas cerradas, dentro del corazón del caos, exhalando paz y diciendo tiernamente: “¡La Paz sea contigo!”
Sin embargo, también cada año recibo muchas cartas con críticas sugiriendo que estoy iluminando al suicidio, al parecer relajando su último tabú y por lo tanto haciendo más fácil para la gente el hacer este acto: ¿No fue el mismo G. K. Chesterton quien dijo que, al quitarse uno la vida, insultas a cada flor de la tierra? ¿Qué pasa con esto?
Chesterton está correcto, cuando el suicidio es de hecho un acto de desesperación en el cual uno se quita la vida. Sin embargo, en la mayoría de los suicidios, sospecho yo, este no es el caso porque hay una enorme distinción entre ser victima de suicidio y quitarse uno la vida.
En un suicidio, una persona, a través de algun tipo de enfermedad, esta tomando su vida en contra de su voluntad. Muchos de nosotros hemos conocido a seres queridos quienes han muerto por suicidio y sabemos, que casi en cada caso, esa persona era la antítesis del egoísta, el narcisista, el demasiado orgulloso, duro, la persona inflexible quien se niega, por orgullo, a tomar su lugar en el esquema humilde e interrumpido de las cosas. Usualmente es lo opuesto. La persona que muere por suicidio tiene problemas cancerosos precisamente porque el ó ella esta muy sensible, demasiado herido, en carne viva, y muy herido como para poseer la dureza necesaria para absorber los muchos golpes de la vida. Recuerdo un comentario que escuché en un funeral. Acabamos de enterrar a un joven quien, sufriendo una depresión clínica, cometió suicidio. El sacerdote predicó mal, dando a entender que ese suicidio fue de alguna manera culpa del hombre y que el suicidio es siempre el último acto de desesperación. Mas tarde, en la recepción, un vecino del hombre que había muerto llegó y expresó su descontento hacia las declaraciones del sacerdote: “Hay mucha gente en el mundo que debería quitarse la vida, sin embargo, ¡nunca lo harán! Mas este hombre es la última persona que debería haberse suicidado, era la persona mas sensible que he conocido” ¡Muy cierto!
Quitarse la vida es algo diferente. Así es como los Hitler pasan de esta vida. Hitler, de hecho, se suicido. En tal caso, la persona no que sea demasiado sensible, demasiado modesta, demasiado golpeada para tocar a otros y ser tocado. Lo opuesto. La persona es demasiado orgullosa para aceptar su lugar en el mundo que, al final del día, demanda la humildad de todos.
Hay una distancía infinita entre un acto realizado por debilidad y uno hecho por fuerza. De la misma manera, hay una distinción absoluta entre estar muy golpeado y continuar viviendo, y ser demasiado orgulloso como para continuar en el lugar que a uno le corresponde dentro de ella. Solo éste último hace una declaración moral, insulta a las flores, y desafía la misericordia de Dios.
Ciudad redonda
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