Hasta que no llegó la bendición del Papa, Ignacio no expiró
Año de 1556: “El 11 de junio, Ignacio empezó a sentirse más débil (…)Delegó sus poderes en dos padres de la orden, uno de ellos su secretarioPolanco, y se retiró a una casita, situada en el Aventino” (…) “pero continuó debilitándose, y el 24 de julio volvió a la Strada, a la casa de la Compañía, que en aquel momento era ya una potencia en la Iglesia (…)
Ignacio permanece encerrado en su habitación y a menudo tiene que renunciar a decir la misa. Sus compañeros no se preocupan. Hace tiempo que el fundador está enfermo y debilitado (…) En cambio, Ignacio sí ha visto que se acerca el final de su vida. Él no es un hombre de ilusiones ni de dudas.
El 29 de julio le pide a Polanco que llame a los médicos y que, a continuación, vaya al Vaticano para solicitar la bendición del papa tanto para Laínez –que estaba en la casa, también enfermo grave- como para él mismo (…)
Aunque Ignacio le ha dicho que se siente a punto de morir, Polanco no parece estar convencido de la inminencia del fin (…) El día siguiente, jueves, salía el correo para España, a través de Génova, y Polnaco aún tenía que escribir algunas cartas. Quiere saber si puede dejar para dentro de dos días su visita al Papa. El propio Polanco lo narra con estas palabras: ‘Me hace llamar…y me dice que sería bien que yo fuese a San Pedro y procurase hacer saber a su Santidad cómo él estaba muy al cabo y sin esperanza, o cuasi sin esperanza, de vida temporal… Díceme: ‘Yo estoy que no me falta sino expirar’; o una cosa deste sentido… ‘Yo holgaría más hoy que mañana; o cuanto más presto, holgaría más; pero haced como os pareciere, yo me remito libremente a vos…’ Polanco le pide consejo al doctor Petroni, que no cree que Ignacio esté en peligro y decide retrasar la visita para el día siguiente.
Al amanecer, Ignacio agoniza. Se envía un emisario en busca de su confesor, Pedro Riera, que resulta ilocalizable. Consternado, como fácilmente puede imaginarse, Polanco se llega al Vaticano al despuntar el día. A pesar de lo intempestivo de la hora, es recibido inmediatamente por el Papa, que le concede la bendición solicitada para el fundador.
En este mismo momento, Ignacio de Loyola se vuelve hacia la pared, y su vida se apaga. No había recibido los últimos sacramentos. No había comulgado desde hacía dos días. Tampoco había podido, al sentir cercano su fin, bendecir a sus hermanos ni designar a su sucesor (…) Reflexionando más tarde sobre las circunstancias nada habituales de esta muerte, Polanco sacará de ella una última enseñanza: ‘Como humilde servidor de Dios, él no se atribuía nada a sí mismo, ni quería que otros le atribuyesen cosa alguna, sino todo exclusivamente a Cristo, como se desprende del nombre de la Compañía; a Cristo, de quien lo había recibido todo”.
Extractos del libro Iñigo. Una semblanza de François Sureau (Mensajero/Salterrae, 2012)
Jesuitas de España
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