La trigésima edición de los Juegos Olímpicos de verano, en Londres, se halla ya en su paso del ecuador. La gran fiesta del deporte, el mayor espectáculo del mundo continúa, pues, concitando la expectación y el seguimiento de cientos de miles de personas de todos los rincones de orbe. Y hasta casi el afán de cada día –tan fatigoso y doloroso en los últimos meses en Europa y en España con motivo de la voraz y pertinaz crisis económica– parecen haber tomado una pequeña tregua, en medio asimismo del estío y de las vacaciones. La belleza multiforme, multicolor, multirracial y multicultural de las competiciones deportivas y de la hermosísima celebración de apertura de las Olimpiadas de Londres diríase que llaman a todos a esforzarnos por construir un mundo mejor, una sociedad de todos, una humanidad de los valores.
La Iglesia, para la que nada humano le es ajeno, mira también con cercanía, interés y responsabilidad el mundo del deporte. Ya y sin ir más lejos, en los albores mismos del moderno movimiento olímpico, dos personas de Iglesia –un religioso dominico y un prelado anglicano, respectivamente– aportaron al Olimpismo sus dos lemas de referencia: la frase latina «Citius, altius, fortius» («Más rápido, más alto, con más fuerza») y «Lo importante no es ganar sino participar». Desde los Juegos de Barcelona, en 1992, evangélicos, bautistas, metodistas y episcopalianos han dado vida a la iniciativa ecuménica «More than Gold» («Más que el oro»), para construir juntos el Reino de Dios en el clima entusiasta y cosmopolita de las Olimpíadas, iniciativa a la que la Iglesia católica inglesa se ha sumado este año con gran entusiasmo. Por todo y consciente igualmente de su poder mediático, gran seguimiento popular y de su fuerza simbólica, esta ocasión de los Juegos Olímpicos –como la de cualquier otro gran evento deportivo, social o cultural– interpela a la Iglesia, interpela a los cristianos.
¿En qué ha de consistir, en qué ha de concretarse esta interpelación? Pensamos que todos, y máxime en tiempos de crisis, estamos llamados a recuperar y a potenciar los auténticos valores del llamado espíritu olímpico. Son el esfuerzo, el sacrificio, la preparación, la ejercitación, la necesidad del equipo, el compañerismo, la disciplina, el juego limpio, el orden, la solidaridad, la generosidad, la inteligencia, el mérito. Y como ha escrito el padre Federico Lombardi, «la admiración por la fuerza, la elegancia, el atractivo y la habilidad del gesto atlético no debe detenerse en el culto de la belleza del cuerpo humano, sino llegar a comprender que se trata de un cuerpo educado y guiado por la mente y la voluntad, por el espíritu que habita en él». O como leemos en la página 6 de este número de ECCLESIA, con palabras de Benedicto XVI, «el deporte permite tomar conciencia de las grandes potencialidades con que Dios ha dotado al cuerpo humano. El deporte evoca el salmo 8, que canta la gloria y la grandeza del ser humano», criatura predilecta de Dios Creador, fuente y culmen de toda gloria, grandeza y belleza.
Espíritu olímpico es también, y de nuevo con palabras del Papa (ver página 21) su extraordinaria y alentadora «experiencia de fraternidad», parábola de un mundo mejor así querido por Dios para el hombre. Por ello, en medio de este aleccionador e interpelador espíritu olímpico, chirría todavía aún más la situación bélica que desde hace año y medio se vive en Siria, donde se hablan ya de más de veinte mil muertos y de cerca de dos millones de desplazados y de refugiados. Lo que está aconteciendo en Siria no es solo el fracaso de las políticas autoritarias y las acciones terroristas, sino también un nuevo fracaso de una comunidad internacional incapaz de detener la violencia, de hacer valer los derechos humanos y la democracia y de superar los cercos de determinadas ideologías y de los intereses económicos.
Por último, creemos asimismo que el espíritu olímpico podría ser también una bocanada de aire fresco, una inyección de esperanza y un camino de solución para superar la crisis económica y sus devastadores efectos. Y es que, de lo que ahora se trata es –con bien conocidas y deportivas palabras de San Pablo– de correr bien la carrera, combatir bien el combate y mantener la fe. Esa fe, cuyo olvido y hasta apostasía, es la causa profunda de la crisis que tanto nos atribula.
Ecclesia
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