Es fácil acostumbrarse a que todo sea igual. Entramos en un centro comercial y vemos hileras interminables de envases de alimentos, teléfonos, adornos para el hogar. Miras el envoltorio y sabes cómo se maneja. Ves uno y has visto todos.Curiosamente, a veces incluso usamos para expresar nuestra personalidad esos productos fabricados en masa: la ropa que llevamos, la carcasa de nuestro móvil, la música que nos gusta...
Son también muchas las personas que pasan por nuestra vida a lo largo del día o la semana. Probablemente haya una serie de gestos, de respuestas que nos salen de forma natural cuando nos vamos encontrando con alguien: sonreír, saludar, buscar algún tema de conversación, quizás algún punto de interés común. Todo esto es bastante normal, y en muchas ocasiones los encuentros no dan más de sí. Pero asoma a veces en mí cierta sensación de que esta forma de relacionarse se queda corta. A partir de un cierto punto, parece quedar un vacío. Tal vez ese vacío es el lugar que queda más allá de mi zona de seguridad. El siguiente paso es aquel en que me empiezo a poner en juego, a mostrarme como soy, y por tanto hacerme vulnerable. Puede ser ese punto en que la otra persona ve que quiero acercarme a ella, y por lo tanto tiene el poder de aceptarme o rechazarme.
Si uno se descuida, ante el miedo a ser vulnerable o resultar herido, puede optar por permanecer en esa superficie que es igual para todos. El envoltorio concreto que mostramos ya varía según nuestro carácter; puede ir desde el silencio cortés, a un repertorio de temas o facetas que nos funcionan, que nos aseguran una respuesta favorable.
¿Cómo evitar caer en esa cadena de relaciones fabricadas en serie? Requerirá cierta atención por nuestra parte, pero posiblemente la clave está en el otro. En aprender a mirar a cada persona como es, en lo compartido y también en lo distinto, en lo inesperado; valorarla en todo ello; y darle libertad para acoger o no lo que yo le ofrezco: mi persona, desde la sencillez.
Alguna vez me ayuda detenerme y observar con calma a las personas que me rodean. Los pequeños gestos, los detalles: cómo una persona se queda pensativa, o cómo gesticula cuando te cuenta algo que le ilusiona. Me parece que esta contemplación atenta del otro nos pone en la pista de lo que realmente hace única a esa persona, y cómo Dios late en cada uno de nosotros.
Andrés González sj (a partir de "Espiritualidad ignaciana")
pastoralsj
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