A un franciscano ya mayor con quien tuve la suerte de convivir durante años, y de bromear y debatir a menudo, le escuché: “De toda la historia de la Iglesia, solo me interesan los herejes. Solo ellos han aportado algo verdadero”. Y vaya si el buen fraile, ilustrado y locuaz, sabe de historia. Lo que no superaría es un examen de ortodoxia, por laxo que fuera el examinador. Pero en servicialidad fraterna, ahí se lleva la palma.
¿Y de qué se trata sino de eso en la vida franciscana? ¿Y a qué nos invita sino a eso el Evangelio de Jesús, él que puso como modelo al samaritano hereje y compasivo, frente al sacerdote servidor del templo, juez de la ley y guardián de la doctrina, para los que la pureza y la verdad son más importantes que el socorro del herido?
En las religiones tradicionales, sobre todo monoteístas, y en el cristianismo católico más que en ninguna otra, ha predominado una errónea preocupación por la verdad. Y ahí se corrompe todo. Nada más peligroso que la pretensión de poseer la verdad y el bien, de creerse nombrados por “Dios” para ser sus garantes en la historia. No hay persecución, cruzada, inquisición, tortura ni hoguera que no se haya justificado en nombre de la verdad y del bien.
Sin embargo, no quisiera incurrir en contraposiciones simplistas: dogma contra vida, creencias contra praxis, verdad contra bondad. Ni quisiera descalificar sin más el dogma, la creencia o la convicción de la verdad. Un dogma puede inspirar la vida, una creencia puede animar una buena praxis, la convicción de una verdad puede apoyar la bondad. ¡Benditos sean entonces el dogma, la creencia, la convicción verdad! Pero solo en cuanto fomentan vida buena, praxis bondadosa, bondad feliz. He ahí el criterio del evangelio en cualquier página que se abra. Ninguna creencia es mala de por sí, pero solo es buena si ayuda a una vida solidaria y feliz.
Pues bien, ese mismo es el criterio de la “herejía”. Por eso mismo, tampoco querría hacer sin más el elogio de la herejía o del hereje. La herejía es tan ambigua y parcial como lo que llamamos verdad. Y solo será liberadora en la medida en que no se impone como nuevo dogma, es tolerante, humilde y desapegada, esté en fin inspirada por la bondad, por la entraña compasiva del buen samaritano hereje: Vio al herido y se compadeció, se compadeció y se acercó, se acercó y lo atendió, y siguió feliz su camino tomándolo a su cargo.
Sin embargo, con toda su ambigüedad, la herejía es indispensable. Todo orden necesita subversión para seguir fomentando nueva vida. Toda afirmación –incluso esta misma– necesita negación para seguir hablando, escuchando, entendiéndonos más a fondo. Toda verdad necesita contradicción para avanzar a la luz y a la sombra del misterio salvador. Todo dogma necesita herejías para seguir inspirando la liberación y la vida, más allá de los límites del pensamiento. ¿Qué sería una Iglesia sin mucho más pluralismo, sin mucha mayor libertad de expresión y de enseñanza en su seno que la que reina, por ejemplo, en los partidos políticos? No sería Iglesia de Jesús. Pero así es la Iglesia que vemos: una institución donde un estamento clerical se ha hecho dueño de la verdad que llaman divina. Solo es su verdad.
Avancemos. La herejía no solo es sana y necesaria. Es también inevitable, como escribió Rahner. Quien se tome a la letra el dogma de la Trinidad no tiene alternativa: o niega la unidad o niega la trinidad, “herejías” ambas. Y así con todos los dogmas, que son construcciones mentales, radicalmente limitadas, como todos nuestros esquemas y lenguajes, por mucho que se consideren doctrina revelada. Toda “revelación divina” viene del fondo de la experiencia humana individual y colectiva con su límite, su ambigüedad, su provisionalidad radical. La “revelación” es el misterio indecible al que apunta lo dicho en el texto “sagrado” o en la fórmula dogmática. Y solo aquel que se atreve a transcender lo dicho en la palabra se abre a la revelación del misterio indecible más allá de la palabra.
Así pues, todo dogma y todo texto que se presenta como “revelado” nos sitúa ante una elección: quedarnos en lo dicho o abrirnos más allá. “Herejía” significa justamente “elección”, y nadie está libre de elegir. La “herejía”, la elección es un imperativo. Solo quien elige ir más allá de la doctrina se abre al misterio y, en último término, a la misericordia fraterna, a la projimidad compasiva. La “herejía” es hoy más imperativo que nunca, invadidos como estamos por la información, la opinión, la palabra. Amigo, amiga: escoge la palabra que más te inspira, y transciéndela, déjate llevar por su impulso hacia el misterio y la misericordia.
No hay peor elección que identificar la revelación o el misterio con la fórmula dogmática con su significado concreto, limitado por la palabra, la historia, la cultura. Y no hay peor elección que la pretensión de estar en posesión de la verdad. Quienes se creen investidos de poder divino para definir la verdad y el error no son neutros, también eligen, se eligen a sí mismos. Solo que a su elección, su opinión, la llaman divina, y en esa ceguera está el peligro. Mala elección. La peor herejía. Lo grave no es errar, sino creerse infalible.
Evoco con emoción la memoria de todos y de todas las herejes de cualquier religión, iglesia, patria y partido. La memoria de los “paganos” condenados por la Iglesia solo por seguir otra religión o no seguir ninguna. La memoria de los cristianos y cristianas silenciadas, condenadas, apresadas, desterradas, quemadas vivas en nombre de la verdad. Amarga historia de la Iglesia, llena de lágrimas. Vosotros, innumerables, perdonadnos en nombre de Jesús, el hereje. Y rogad por nosotros, seguid inspirándonos, caminad con nosotros.
José Arregui
RD
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