Tríptico de Semana Santa 2010
MIGUEL ÁNGEL MESA, comunicacion@paulinas.es
MADRID.
Jueves Santo
ECLESALIA 01/04/10.- Van pasando lentamente los años. La incertidumbre ante el porvenir nos apesadumbra. La costumbre nos incita a la rutina. Nos desmoraliza el no ver resultados en nosotros mismos, en los demás, en nuestro mundo… Pero, nos sorprende, como cumbre de todas las comidas de Jesús, un momento inédito. Él nos invita y nos conduce a la sala del encuentro. Y allí nos preguntamos: ¿Cuál es mi sitio? ¿Adónde nos lleva tanta actividad, tanto estrés, tantas fuerzas empleadas, baldías?
Nos conduce al reposo de sus palabras, de su amor, que es su misma Persona: “Venid conmigo a solas y descansad”. Es el momento de la intimidad, de la absoluta confianza, de la apertura del corazón.
En su presencia se vislumbra más claramente nuestra fragilidad. Y por eso, necesitamos alimentar la amistad, encender los ánimos, saciar la sed con el vino del encuentro. Sólo el amor
fraterno nos libera de tantos engaños como nos rodean, pues sólo el amor es digno de fe. En su Rostro contemplamos todos los rostros de la comunidad. Escuchándole, sentimos que nuestro corazón se transforma y es entonces cuando nos revela nuestra más profunda intimidad.
Y cuando nos lava los pies, descubrimos que es más fácil dar algo de lo que nos sobra que dejarse querer, dejarse abrazar, vivir en cada momento la gratitud por el regalo que nos ofrece el día a día. Y entendemos que tenemos que descentrarnos para entrar en nosotros mismos y en el misterio de la vida. Sólo entonces le descubrimos, le reconocemos y le gustamos al partir el pan, en la cena “que nos recrea y enamora”. Cuando nos dejamos lavar y renovar por Él, en el abrazo que recibimos y ofrecemos, gratuito, cálido, amoroso.
Viernes Santo
El amor se desliza a tientas entre la oscuridad que nos rodea, en el propio corazón. Sembrar con lágrimas amargas sin esperar la cosecha. Recoger, a veces, donde no sembramos. Es el misterio de la entrega sin esperar respuesta, desde la gratuidad. Morir en la donación de cada instante para poder nacer, para atrevernos a lo nuevo. El ser generosos es lo que concede la esplendidez a la persona y hace gozar de la fecundidad oculta en cada corazón. ¿Existirá una esperanza más allá del dolor, de la desilusión, de las lágrimas? El silencio de Dios nos aplasta en los momentos más difíciles, y las lágrimas nos impiden ver el cielo de su presencia, como el Sol tan real, pero oculto, tras las nubes en un día de lluvia.
La cruz no es más que la culminación de una existencia entregada. La cruz no salva por sí misma, lo que nos libera de verdad es la vida de Jesús, su forma de ser: sus gestos de amistad, sus miradas, sus manos tendidas, sus palabras de acogida, sus curaciones, su amor profundo y concreto hacia los más débiles y marginados. El egoísmo no podrá vencer jamás a la ternura, a la solidaridad, al cariño convertido en presencia. La compasión se deja afectar por el dolor del otro, y el perdón ofrece una muestra gratuita de fecundidad y éxito. En la vida entregada de Jesús, Hasta las últimas consecuencias, todas las víctimas de la historia recobran la esperanza, y comprenden que jamás podrán ser vencidos, aunque sí derrotados en algunas batallas. Permanecer en el amor es la única garantía, nuestra única esperanza de conseguir la victoria de la resurrección.
Sábado Santo
¿Adónde han ido a parar nuestros sueños? Ante la crisis que nos envuelve y amordaza con las
vendas de la desilusión, surge el desencanto, la frustración. No hay nada más que podamos hacer, nos sentimos impotentes ante tanto dolor, tanta sinrazón, tanta sangre, tanta opresión y
desprecio.
“Nosotros creíamos…”. Creíamos que se podría transformar la sociedad, que podría ser un lugar de encuentro, de justicia y fraternidad. Que la dignidad y la solidaridad iban a ser al fin el pan de los pobres, los signos de otro mundo posible, más humano. Pero, ahora, con su muerte, nos han robado nuestros ideales y esperanzas.
Aunque hay unas mujeres que dicen, alborozadas, entre gritos, que han sentido a Jesús vivo, de nuevo. María Magdalena cuenta que, cuando la llamó por su nombre, supo sin ningún atisbo de duda que era Él. Y buscamos ansiosos una explicación a lo inexplicable. Dice María que Jesús la dijo cuando le abrazó jubilosa: ¡Suéltame! Y es que nadie puede retener el Espíritu del Resucitado. Ninguna clase de poder.
Ningún recinto sagrado. Ninguna ley política o religiosa. Tomás nos comentó con énfasis que lo que quería era verle y tocarle, como hizo en estos años pasados a su lado. Y aunque le reprochaban su falta de fe, todos, en el fondo, también necesitábamos verle, tocarle, sentirle.
Porque, aunque la fe es confianza plena, siempre tenemos necesidad de sentir, para gozar la
presencia del amado. Y Jesús atravesó nuestras puertas y ventanas interiores, entró dentro de
todos nosotros y nosotras, arrasando nuestras dudas y desconfianzas, nuestros miedos y temores, y los echó fuera, como hojas caducas, con un viento impetuoso, que nos sorprende
siempre, que nos vuelve locos de alegría y felicidad.
Él aparta nuestras cenizas apagadas y aviva en nuestro corazón el deseo de vivir de nuevo, la
pasión por anunciar el mensaje revolucionario de la resurrección a todo el que encontramos a
nuestro paso y, en especial, a quienes hallamos tirados en las cunetas del mundo. Le decimos
siempre: ¡Quédate con nosotros! Y sabemos, sentimos que Él está. Porque la muerte no puede
apresar a Quien es la Vida, a Quien da la vida. Nos dice, quedo, al oído: “No temáis nada”. “Estad alegres siempre”. “No os dejéis arrebatar la esperanza” Y no deja de sorprendernos, siempre, a cada instante, el dulce asombro de su Presencia entre nosotros.
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