Sunday, February 20, 2011

Chile:Lo que Karadima reveló. Opinión de Carlos Peña


El caso Karadima tiene muchos ribetes. El que por ahora acaba de concluir —puesto que los abogados del cura preparan la apelación— es sólo una parte.


Se encuentra desde luego la increíble lenidad que la Iglesia chilena —y en especial el cardenal Errázuriz— mostraron en todo este asunto. Una institución como la Iglesia, que aspira a conducir la vida de las personas y que en ese afán modela o intenta modelar el alma de los niños y los jóvenes, tiene la obligación de ser más inquisitiva y alerta con la conducta de sus miembros.

Y Errázuriz no lo fue: su agilidad estuvo por debajo de la de un paquidermo.

A lo anterior se suma el papel de las autoridades políticas y de los jueces. Un estado aconfesional tiene el deber de permitir la práctica pública y privada de todos los credos; pero tiene el deber de cuidar que, a la hora del culto, no se transgredan los derechos de las personas.

Desgraciadamente, las autoridades públicas en Chile —confundiendo sus propias convicciones con aquellas que sirven el cargo que ejercen— suelen comportarse ante la Iglesia más como fieles crédulos que como autoridades alertas.

¿Cómo explicar de otra forma que lo que parece obvio al lento Vaticano —abusos de menores, nada menos— merezca hasta ahora una investigación apenas tímida y breve de la justicia chilena?


Una institución como la Iglesia, que aspira a guiar las vidas humanas desde la cuna hasta la tumba, que cuenta con escuelas y universidades y goza de subsidios con cargo a rentas generales, debe estar expuesta, tanto por parte de sus propias autoridades como por parte del Estado, a mayores niveles de escrutinio.

Pero no es sólo la actitud de la Iglesia y del Estado en su conjunto lo que, a propósito de este caso, debe analizarse.

Todavía está la Unión Sacerdotal, una de las asociaciones más sorprendentes de la Iglesia chilena.

Esa organización administra un importante patrimonio inmobiliario y cuenta con una importante red social. Hasta hace poco —e incluso después que estalló todo este escándalo— fue dirigida por el obispo Andrés Arteaga, una de las vocaciones más fieles que Karadima logró despertar (y uno de los cinco obispos que, de manera misteriosa, aportaron a la Iglesia). Por supuesto el mero hecho de pertenecer a la Unión Sacerdotal, o incluso dirigirla, no debe estimarse reprochable; pero no cabe duda de que todo esto requiere una explicación. No es razonable que lo que para el Vaticano merece un castigo, para el obispo Arteaga, y los demás miembros de la Unión Sacerdotal, sea apenas motivo de silencio. No se trata de que Arteaga y los otros miembros opinen de Karadima —ya lo hizo el Vaticano—, pero, sin duda, podrán hacerlo acerca de su propio papel en el caso.


En fin, se encuentra la dimensión, por decirlo así, espiritual. Karadima —al igual que los Legionarios de Cristo que fundó el embaucador de Marcial Maciel— cultivó un tipo de religiosidad intimista y ritual, alejado de la Iglesia socialmente comprometida. Es el tipo de espiritualidad que suele atraer a los grupos sociales satisfechos con el consumo que anhelan una práctica religiosa exenta de las locuras de la cruz. En los años ochenta —cuando la Iglesia solía preguntar ¿dónde está tu hermano?—, Karadima enseñaba que la fe podía prescindir perfectamente de esas preguntas si los sacramentos —especialmente la confesión— se realizaban con puntualidad y con escrúpulo.

Por supuesto, sería ridículo siquiera sugerir que hay una vinculación necesaria entre este tipo de religiosidad y casos como los de Karadima o Maciel; pero no cabe duda de que personalidades como las de ellos florecen con mayor facilidad allí donde la práctica religiosa pierde sentido público y social y donde la fe se reduce a repetir dos o tres veces un puñado de creencias y a mantener una relación íntima entre el creyente y Dios mediada por el sacerdote.

No es posible saber qué efecto tendrá en la Iglesia el que Karadima —formalmente un delincuente— haya educado a cincuenta sacerdotes y a cinco obispos. No faltará, por supuesto, quien diga que esto prueba que Dios, después de todo, escribe con letras torcidas.


Carlos Peña
Domingo 20 de Febrero de 2011
El Mercurio

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