Ese monte de cruz, amor y llanto. Un lugar cargado de densidad. En él está el amor fiel y atravesado de una madre, la fidelidad de un discípulo y el coraje de aquellas que no abandonan; la esperanza herida de un ladrón bueno y el rencor ciego de un mal ladrón; el reconocimiento asombrado de un centurión, la burla incrédula de quienes no son capaces de comprender y piden pruebas; la indiferencia de quienes se reparten tus ropas; y, sobre todo, una muerte que es consecuencia de una forma de vida; una entrega que se fue haciendo de gestos, palabras, y obras; una vida que, pese a la apariencia de fracaso, va a explotar imparable; una entrega confiada en las manos de un Dios que, siendo misericordia, no puede dejar de serlo aunque todo haga pensar lo contrario.
Señor, enséñame, en los Gólgotas de este mundo, a seguir apostando, gritando y proclamando la VIDA, tu Evangelio, tu promesa… Que aprenda, en estos lugares, a dar la vida (que no es morir, sino vivir de una forma concreta, arraigado en un amor capaz de intuir los vínculos profundos que nos unen).
Jesús Crucificado | | | Muerto en el yeso muerto, hablas, vivo, y convocas nuestras vidas, Señor Crucificado. Entre el cielo y la tierra, distendido, Tú reinas, bajando en un abrazo sobre todo castigo, echado en un lamento contra toda esperanza, volando en la victoria conquistada en la muerte. Guitarra, tus costillas, grito y canto. Manos y pies, clavados y en camino. Caída, en alta dádiva, la fraterna cabeza.
Amor inapelable, más fuerte que la muerte. ¡Jesús Crucificado | | | Pedro María Casaldáliga
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