En medio de la crisis de la Iglesia por las denuncias de abusos sexuales, una generación de sacerdotes jóvenes está intentando retomar los lazos con la sociedad. Todos fueron ordenados en los últimos tres años, y han tenido que enfrentarse a un clima de sospecha. Pero eso les ha cambiado el paradigma: hoy buscan bajarse del altar y plantearse como uno más entre los fieles.
Comienza a anochecer y en la iglesia San Ignacio de Loyola el rito entra en su fase final. Dos jóvenes religiosos, que apenas pasan los 30 años, se postran en el suelo boca abajo, y centenares de personas se estiran en sus asientos para no perderse nada. Por sobre el murmullo general, el coro, consciente de la importancia del momento, empieza a cantar con fervor.
Poco antes, ha hablado el arzobispo de Santiago, Ricardo Ezzati, y en sus palabras la crisis sacerdotal ha estado presente. Ese viernes 13 de julio, como estaba previsto, se están ordenando los dos nuevos sacerdotes jesuitas del año, y eso, en tiempos de vacas flacas para la Iglesia, es un acontecimiento de primer orden. El final de su discurso va dirigido a los padres de los recién ordenados.
“Quiero decirles a las familias que un hijo sacerdote es el mejor regalo de Dios”, dice Ezzati, y luego agrega, como si lo hubieran cuestionado: “Sí, sacerdote… en estos tiempos turbulentos”.
Los dos ordenados, José Francisco Yuraszeck -hijo mayor del empresario José Yuraszeck- y Juan Pablo Moyano, han sido llamados durante la ceremonia como los nuevos pastores del pueblo católico. Pero esa imagen, la del pastor, el hombre encargado de guiar a los otros hombres, es la que hoy está cambiando su significado dentro de la nueva generación de sacerdotes chilenos. Una generación hija de los escándalos de abusos sexuales de la Iglesia, presentados en medio de la creciente desconfianza social hacia los curas y, por ende, con nociones muy diferentes de cómo debe ejercerse el sacerdocio.Un grupo al cual ellos, después de pasar 20 minutos con el rostro contra la alfombra roja del altar, serán los últimos invitados cuando termine esta misa.
Lo diría el propio Yuraszeck, pocos días antes, en las oficinas de su congregación: “El sacerdocio está tan en entredicho como el matrimonio. Pero lo nuestro es escandaloso, porque estamos para hacer el bien. Dejamos al pastor cuidando a las ovejitas y se las comió. Esa imagen, la del pastor, está manoseada. Los curas también somos ovejas”.
Ovejas, las de su generación, nacidas en medio de la tormenta.
Perder la inocencia
Hacía tres días que había explotado todo. Juan Manuel Sayago (38) lo sabía bien, pero no podía hacer nada. Sufría, por supuesto. Entendía que no era fácil, que en realidad era el peor momento para hacer lo que iba a hacer. Pero ya estaba todo pactado.
Salió ese día de abril de 2010 muy temprano de la parroquia Santa Cruz de Mayo, de La Florida. En unas horas más estaría en una misa donde se ordenaría como sacerdote diocesano. Pero antes de llegar a la ceremonia, arriba del Metro, con su camisa negra, su cleriman, se dio cuenta de que la gente lo miraba extraño. “Había algunos que no te miraban y otros que te despreciaban. Fue muy complejo, porque esa ordenación fue una mezcla de alegría y tristeza, de vergüenza y desafío”, cuenta Sayago, hoy capellán de la Universidad Católica.
Tres días antes de que se ordenara, había estallado el caso Karadima y esas miradas eran la primera advertencia de que ser sacerdote, en estos tiempos, no sería fácil. Eran miradas pero también, en muchos otros casos, fueron insultos que se han repetido en estos años. Y los sacerdotes jóvenes han tenido que aceptar eso: que deben llevar una mochila llena de acusaciones, de las cuales no son responsables, pero que los ponen en una posición compleja para llegar a sus comunidades. “He debido cargar con una parte de la Iglesia que me ha causado dolor, rebeldía, rechazo. Por sentir que tengo que hacerme solidario con cosas que aborrezco, como son los abusos de poder”, cuenta Pablo Romero (34), sacerdote jesuita ordenado el año pasado.
También cargan con un peso más íntimo: tienen que estar dando explicaciones todo el tiempo a sus familias, amigos y cercanos. A muchos les cuesta entender que ingresen a una institución tan cuestionada. Y eso ha generado dudas vocacionales en los seminaristas. Según el sacerdote diocesano Fernando Valdivieso (30), las denuncias abrieron preguntas totalmente nuevas: “Fue un gran golpe saber de estos casos. Era impensable. Nos llevó a una reflexión muy vital, porque estábamos jugándonos la vida por el sacerdocio”. Agrega Romero: “Me hice preguntas que nunca pensé: ¿quiero ser sacerdote en un contexto donde la gente no siente la misma confianza en mí que antes?”.
Los formadores de las distintas congregaciones están conscientes de este problema, pero piensan que aún es temprano para medir el impacto que tendrá en las vocaciones. Desde un punto de vista positivo, señalan que la crisis de la imagen sacerdotal ayudará a que los jóvenes que ingresen traigan vocaciones más puras. “Ha sido muy duro, pero les ha permitido replantearse de qué se alimenta su vocación”, cuenta Fernando Ramos, rector del Seminario Pontificio.“Ya no por prestigio, imagen personal ni por poder. Cuando alguien sigue un camino siendo cuestionado, es porque tiene una convicción”.
Los sacerdotes jóvenes comparten ese diagnóstico. Y así como conocer los casos de abusos fue una pérdida de la inocencia, dicen, entendieron también que eran los responsables de crear una nueva etapa de mayor transparencia, de llamar a las cosas por su nombre y de conversar los problemas. De abandonar, por sobre todo, la figura del sacerdote como un hombre infalible. “Mi generación tiene el desafío de retomar los lazos de confianza”, dice Pedro Pablo Achondo (32), de los Sagrados Corazones. “La Iglesia está necesitando una renovación en su estructura, en la forma de relacionarse con las personas. Una Iglesia más horizontal con la gente”. Y Valdivieso agrega: “Los curas necesitamos que nos traten como hermanos. Una crisis produce eso: la gente se ha dado cuenta de que somos hombres, no superhombres. Nunca lo fuimos”.
La clave, concuerdan todos, es generar una nueva cercanía con los fieles a través de la horizontalidad, volver al trato de tú a tú. El problema es que ya no es tan fácil demostrar cercanía, pues el recuerdo de los abusos está ahí, todo el tiempo. Latente.
Un mundo de sospechas
Para el sacerdote de Schoenstatt Enrique Grez ( 34), el cuestionamiento de la gente no era nuevo. Apenas llegó a Temuco, asignado por su congregación, empezó a recibir muchas preguntas difíciles de responder. De los jóvenes de la pastoral, que necesitaban entender; de sus padres, que dudaban, y también de adentro suyo. Le habían gritado, además, cosas en la calle. Insultos.
Pero lo de ese día lo dejó mal. Esa mañana entró a comprar a un negocio como uno más, y de pronto sintió la magnitud de todo. El vendedor del lugar no lo miraba. Atendía a los clientes a su alrededor, pero a él no, porque estaba vestido de sacerdote. Pronto comenzó a refunfuñar por lo bajo, a decirles a los otros presentes comentarios de los curas y de la Iglesia, mientras él, parado en medio del lugar, no atinó más que a irse rápido. “Esas cosas a mí me duelen profundamente, pero también comprendo a ese hombre que te mira mal, porque detrás de su mirada hay un dolor de las víctimas que yo comparto”, dice Grez.“Es una mezcla de enojo, pena y sintonía”.
Hay entre ellos un diagnóstico común: es el momento de ponerse del lado de las víctimas. Pero esos insultos, sumados a las directrices de ser extremadamente cuidadosos que les han llegado desde el seminario o sus congregaciones, han generado entre muchos sacerdotes jóvenes un clima de persecución que les hace difícil el trato diario con los menores de edad. Y una tensión evidente: quieren ser más cercanos a los jóvenes para retomar los lazos afectivos y la confianza, pero el miedo a parecer abusadores los mantiene tensos. “Hoy ser cura joven es entrar en un gran mundo de sospecha”, dice Pedro Pablo Achondo. “Yo a veces siento como si fuera sospechoso de algo. Hay que andar con cuidado”.
Dentro del Seminario Pontificio y de las congregaciones reconocen que la gran tarea de esta generación es saber encontrar el límite exacto entre cercanía y prudencia, para no levantar ninguna duda. Para eso, hoy han enfatizado la formación afectiva y sexual, con cursos y retiros especiales dedicados al tema. El mes pasado, por ejemplo, el sacerdote italiano Amedeo Cencini, experto del Vaticano en sexualidad, dirigió un curso al cual asistieron sacerdotes jóvenes diocesanos y de distintas congregaciones. También se ha abierto la discusión en el seminario, donde los abusos y la sexualidad son, por primera vez, un tema recurrente, y se ha aumentado la ayuda psicológica y psiquiátrica para los seminaristas.
Un paso fundamental para ayudar a los futuros sacerdotes a mejorar su interacción afectiva fue que desde este año los integrantes del Seminario Pontificio estudian en la Facultad de Teología de la Universidad Católica, junto a laicos y religiosos de congregaciones: “Es un paso gravitante hacer una formación teológica en un contexto universitario. Eso, evidentemente, va a repercutir en ellos”, explica Alberto Toutin, director de la carrera, haciendo alusión a la necesidad de que los sacerdotes estén más cerca de la sociedad.
Pero también se han intensificado a nivel general las medidas restrictivas, como prohibir a los sacerdotes asistir a paseos con jóvenes sin otro adulto presente, o la obligación de tener ventanas en sus oficinas. También se les ha pedido ser más cautos con el contacto físico. “Hay normas respecto a las expresiones de afecto, toda una serie de cosas que son muy tristes, porque se pierde la naturalidad”, dice Antonio Delfau, director de la revista Mensaje.
El miedo, la tensión, están ahí. En la pregunta irresoluta de qué puedo hacer y qué no. En la duda constante.“El peligro es que nos transformemos en robots, y que toda esta crisis lleve a que nuestro trato se deshumanice”, dice el sacerdote Enrique Grez. “Que se pierda la confianza para trabajar con las personas”.
La solución, cree esta generación de sacerdotes, está justamente en el lado contrario: en bajarse del pedestal y volver a ser, como sacerdotes, uno más entre los fieles. Y creen que esta crisis de la imagen sacerdotal les da la oportunidad que necesitaban para vivir ese cambio. Lo dicen los que ya llevan un par de años tratando de retomar los lazos, y lo dice Yuraszeck, el último en entrar a esta batalla. “Estos escándalos han facilitado que salga el lado humano del cura. Antes eras una vaca sagrada. Esto de: ‘usted que está más cerca de Dios’. Eso es una infantilización de la fe. Yo les digo lo contrario: ‘rece usted, usted está más cerca de Dios’”.
A la izquerda, el sacerdote Enrique Gres - misa al aire libre
La reconstrucción
Al sacerdote diocesano Alberto de la Fuente (34) le tocó hacerse cargo de una comunidad partida. El año pasado, cuando fue enviado a la parroquia de Pinto, en la VIII Región, inmediatamente supo que le habían dado una papa caliente. Ése era el lugar donde hacía poco había hecho misa César Ortega, quien un domingo cualquiera, en medio del sermón, anunció que se retiraba. Dijo que pediría un año sabático y nunca volvió a la parroquia. Se instaló en una casa, en la misma localidad, y al tiempo se sabría que estaba viviendo con la nana que trabajaba con él cuando era sacerdote.
Las confianzas, recuerda De la Fuente, estaban completamente dañadas. “La gente me acogió muy bien, pero con desconfianza, porque ya se había roto la imagen del sacerdote”, asegura. “Hoy necesitas validarte. No simplemente por ser sacerdote eres bueno. Tienes que demostrar que puedes entrar a la casa de una familia”.
En ese terreno de dudas, De la Fuente tuvo que poner en práctica un liderazgo nuevo en el pueblo, más humilde y quitado de bulla, para empezar a recuperar la confianza de los fieles. “Este año ha sido para que me conozcan, sin proponerles nada más que darnos un tiempo, el tiempo que Dios quiera para ir haciendo cosas”.
Su apuesta le ha dado frutos. Ya cuenta con 38 niños que se preparan para su primera comunión, cuando antes había sólo 10. Pudo formar un grupo de acción fraterna y otro de jóvenes profesionales que ayudan en la parroquia. La gente comienza, de a poco, a volver. Sin embargo, De la Fuente sabe que en la ciudad, en donde los periódicos tienen en sus titulares los abusos de la Iglesia constantemente, hubiese sido más difícil reconstruir esos lazos.
“Éste es un tiempo heroico, donde no puedes ser medias tintas, y en ese sentido es muy desafiante. La credibilidad debe ser ganada. Y ahí, en el día a día, yo trato de jugármela”, cuenta Juan Manuel Sayago, quien también es vicario de la Parroquia Cristo resucitado, de Maipú. En ese lugar, para mejorar la confianza, todos los jueves y viernes se reúne con los animadores de pastoral y discuten acerca de algún tema que proponen ellos mismos. La semana antepasada, el tema fue Cristián Precht: “Es durísimo hablar, pero es un ejercicio que por las circunstancias actuales nos vemos obligados a hacerlo. Es un desafío”.
Los otros sacerdotes intentan, cada uno a su manera, generar más comunicación. Pablo Romero, por ejemplo, participa en un programa de radio en la USACh, donde debate abiertamente acerca de estos temas. Pero el diálogo no sólo ha aumentado con la comunidad, sino también entre ellos. La mayoría se reúne asiduamente con otros sacerdotes jóvenes, en sus congregaciones, y comparten su experiencia de cómo se lleva esta mochila de acusaciones y cómo afrontar los temas sexuales en sus comunidades. Otros buscan nuevas fórmulas. Enrique Grez realiza misas en la montaña, acompañado de jóvenes, como una forma de reconectarse con la creación.
Son las distintas maneras de rearmarse después de esta crisis. Mostrar un rostro más cercano, como ese que observamos una mañana de domingo, cuando Pedro Pablo Achondo empieza la misa en una parroquia de La Granja, y el lugar, que es pequeño, se llena. Son unas cuarenta personas en una capilla donde, por pedido de él, el altar está al medio, para poder sentarse junto a los feligreses.Está a la misma altura que ellos, conoce el nombre de cada uno, los saluda de abrazo y hasta bromea durante la misa. Luego les recuerda, después de leer el Evangelio, que es una responsabilidad de todos ser profetas, no sólo de él. “Es el momento de una limpieza general, que nos va a quitar mucha confianza, porque la imagen está sobrevalorada”, asegura. “Y el futuro será de una Iglesia más chiquitita y sencilla, porque no es sólo la sexualidad lo que está en cuestión. Eso es un botón de muestra. Acá el tema es el poder”.
Luego se sube a su bicicleta y se va pedaleando por la población. Como uno más.
Por Nicolás Alonso y Diego Zúñiga
Revista Que pasa
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