08/02/2013
“Jesús, cuántos en China habrán que no te conocen”
Chiou (Qiu) Shenfú, también conocido como Don Esteban Aranáz comparte la singular historia de su vocación misionera que lo ha llevado de su tierra natal Tarazona, en España a China y Taiwán. María Lozano entrevista a este sacerdote para el programa Donde Dios Llora en cooperación con Ayuda a la Iglesia Necesitada.
¿Cómo vio Usted su llamado a la vocación sacerdotal?
Todos tenemos una vocación, y si hay un ambiente de respeto y libertad, es posible que cada uno la descubra. En mi caso, la vivencia de fe en casa, el ambiente de mi pueblo y también, el testimonio de la hermana de mi madre que es religiosa, han tenido un peso muy importante, pero en definitiva, después es un asunto entre Dios y tú. Cuando terminé mis estudios de bachillerato vi con claridad que Dios me llamaba para ser sacerdote, sin embargo no llegué a decidirme verdaderamente por el tema de la misión. Fue después de unos años ya con labor pastoral en mi vida cuando Dios me hizo ver que podía ir como misionero a Taiwán, a China.
¿Por qué Taiwán? ¿Por qué China?
La decisión de ir a China, y después a Taiwán, lo viví a través de la amistad con un amigo que conocí en Zaragoza. Un chico joven que trabajaba allí, un chaval, que llevaba años trabajando en una situación difícil porque había llegado de forma ilegal a España. Nació una amistad muy hermosa. Un año lo invité en las navidades a casa. Este amigo mío era pagano, no era cristiano. Yo había pensado muchas veces cómo transmitirle, cómo comunicarle el sentido de la navidad. El día de Nochebuena, fuimos a la iglesia para preparar las cosas para la misa de medianoche. Al colocar la imagen del niño Jesús, mi amigo, Yen, que es como se llama, me dice sorprendido “Oh, qué imagen del niño tan bonita, este niño Jesús dice tres cosas”; le pregunté, “¿Tres cosas? Y me dice, “si, la primera cosa es que Él no es como nosotros, Él viene del cielo; la segunda cosa es que es pequeñito y tiene una mamá que lo quiere mucho; y la tercera cosa es que tiene los brazos abiertos porque quiere a todo el mundo”. Yo me quedé helado, pensé, cómo es posible que mi amigo que no tiene la fe, me esté explicando de una manera tan sencilla pero tan profunda, el misterio de la Navidad.
¿Y esa experiencia marcó su vida?
En aquel momento fue la primera vez que pensé en China. Pensé: “Jesús, cuántos en China habrán que no te conocen”. A partir de ese momento comenzó la inquietud para confirmar si aquello era la voluntad de Dios. ¿Cómo podía yo dejar la diócesis para hacer otras cosas? Se ve que cuando las cosas son de Dios, pues, son de Dios y siguen a adelante. Yo lo medité muchas veces, lo recé, y vi claramente que la llamada a la misión era para China. Después las palabras del Juan Pablo II en el año 2000: remar mar adentro, metas apostólicas más audaces… a mi todo eso me quemaba interiormente. Pensar en China sí que era algo atrevido, sin embargo, era una llamada tan fuerte que no me dejaba. Siempre tuve la convicción que lo que el Obispo me dijera sería la voluntad de Dios, pero no podía dejar de manifestar con sinceridad y con sencillez lo que en aquel momento mi corazón sentía: ir a trabajar como misionero en China, donde he sido muy feliz durante 6 años.
¿Y cómo fue su llegada a Taiwán?
El conocimiento que tenía de Taiwán me venía por una religiosa dominica de clausura, que se encuentra en un monasterio de Taiwán. A través de ella había sido mi primer descubrimiento de aquellas tierras y con esta persona habíamos mantenido contacto a través de los niños de la catequesis, de la escuela del pueblo. Yo pensaba en China, pero la dificultad de vivir y trabajar en China, me hizo derivar mi elección hacia Taiwán, creo que esto lo hemos vivido muchos misioneros. Por otro lado, no iba solo porque pertenezco a la sociedad sacerdotal de la Santa Cruz, del Opus Dei, y en todo momento he podido contar con ellos también en Taiwán. Están en Taipéi, aquel apoyo que ya tenía en España, a través de la dirección espiritual, lo encontré también en ahí, gracias a esto, la misión pudo salir a adelante.
El nombre es muy importante en los países asiáticos, ¿le seguían llamando don Esteban?
En China, cuando un extranjero llega, una de las primeras cosas que debe de hacer es tomar un nombre chino, que va a ser con el que te desenvuelves normalmente en la vida cotidiana. En este caso, mi profesora de chino, fue la que me dio un nombre, mi nombre traducido es “el padre otoño”, Chiou (Qiu) Shenfú. Shenfú es el tratamiento para el sacerdote en China y con el apellido Chiou, y pues así me conoce todo el mundo en Taiwán. Es de alguna manera una señal de desprendimiento, porque vas a la misión y tienes que perder hasta el nombre…
¿Cómo sintió el cambio?
Este cambio tiene que ser una gracia de Dios, porque además para una persona inquieta como yo, creo que no hubiera sido posible. Estuve 2 años solamente dedicado al estudio del idioma, y evidentemente eso supone un parón en todo tipo de actividad. Si no hablas el mandarín, no estás capacitado para servir, para trabajar, en Taiwán. Muchas personas conocen el inglés, pero no se habla inglés en el día a día. Esto te ayuda a desprenderte mucho, es una gran cura de humildad, creo que ayuda a volver a las cosas esenciales e importantes de tu vida. Durante aquellos dos años asistía a clases todos los días, hacía mis tareas lo mejor que podía cada día: celebrar la misa, rezar, estar con mis amigos, descansar, y, prepararme, con mucha ilusión para un trabajo que me estaba esperando cuando el idioma me lo permitiera.
La entrevista fue conducida por María Lozano para el programa semanal de radio y televisión Donde Dios Llora, realizado en cooperación con Ayuda a la Iglesia Necesitada.
Más información: info@DondeDiosLlora.org
¿Cómo vio Usted su llamado a la vocación sacerdotal?
Todos tenemos una vocación, y si hay un ambiente de respeto y libertad, es posible que cada uno la descubra. En mi caso, la vivencia de fe en casa, el ambiente de mi pueblo y también, el testimonio de la hermana de mi madre que es religiosa, han tenido un peso muy importante, pero en definitiva, después es un asunto entre Dios y tú. Cuando terminé mis estudios de bachillerato vi con claridad que Dios me llamaba para ser sacerdote, sin embargo no llegué a decidirme verdaderamente por el tema de la misión. Fue después de unos años ya con labor pastoral en mi vida cuando Dios me hizo ver que podía ir como misionero a Taiwán, a China.
¿Por qué Taiwán? ¿Por qué China?
La decisión de ir a China, y después a Taiwán, lo viví a través de la amistad con un amigo que conocí en Zaragoza. Un chico joven que trabajaba allí, un chaval, que llevaba años trabajando en una situación difícil porque había llegado de forma ilegal a España. Nació una amistad muy hermosa. Un año lo invité en las navidades a casa. Este amigo mío era pagano, no era cristiano. Yo había pensado muchas veces cómo transmitirle, cómo comunicarle el sentido de la navidad. El día de Nochebuena, fuimos a la iglesia para preparar las cosas para la misa de medianoche. Al colocar la imagen del niño Jesús, mi amigo, Yen, que es como se llama, me dice sorprendido “Oh, qué imagen del niño tan bonita, este niño Jesús dice tres cosas”; le pregunté, “¿Tres cosas? Y me dice, “si, la primera cosa es que Él no es como nosotros, Él viene del cielo; la segunda cosa es que es pequeñito y tiene una mamá que lo quiere mucho; y la tercera cosa es que tiene los brazos abiertos porque quiere a todo el mundo”. Yo me quedé helado, pensé, cómo es posible que mi amigo que no tiene la fe, me esté explicando de una manera tan sencilla pero tan profunda, el misterio de la Navidad.
¿Y esa experiencia marcó su vida?
En aquel momento fue la primera vez que pensé en China. Pensé: “Jesús, cuántos en China habrán que no te conocen”. A partir de ese momento comenzó la inquietud para confirmar si aquello era la voluntad de Dios. ¿Cómo podía yo dejar la diócesis para hacer otras cosas? Se ve que cuando las cosas son de Dios, pues, son de Dios y siguen a adelante. Yo lo medité muchas veces, lo recé, y vi claramente que la llamada a la misión era para China. Después las palabras del Juan Pablo II en el año 2000: remar mar adentro, metas apostólicas más audaces… a mi todo eso me quemaba interiormente. Pensar en China sí que era algo atrevido, sin embargo, era una llamada tan fuerte que no me dejaba. Siempre tuve la convicción que lo que el Obispo me dijera sería la voluntad de Dios, pero no podía dejar de manifestar con sinceridad y con sencillez lo que en aquel momento mi corazón sentía: ir a trabajar como misionero en China, donde he sido muy feliz durante 6 años.
¿Y cómo fue su llegada a Taiwán?
El conocimiento que tenía de Taiwán me venía por una religiosa dominica de clausura, que se encuentra en un monasterio de Taiwán. A través de ella había sido mi primer descubrimiento de aquellas tierras y con esta persona habíamos mantenido contacto a través de los niños de la catequesis, de la escuela del pueblo. Yo pensaba en China, pero la dificultad de vivir y trabajar en China, me hizo derivar mi elección hacia Taiwán, creo que esto lo hemos vivido muchos misioneros. Por otro lado, no iba solo porque pertenezco a la sociedad sacerdotal de la Santa Cruz, del Opus Dei, y en todo momento he podido contar con ellos también en Taiwán. Están en Taipéi, aquel apoyo que ya tenía en España, a través de la dirección espiritual, lo encontré también en ahí, gracias a esto, la misión pudo salir a adelante.
El nombre es muy importante en los países asiáticos, ¿le seguían llamando don Esteban?
En China, cuando un extranjero llega, una de las primeras cosas que debe de hacer es tomar un nombre chino, que va a ser con el que te desenvuelves normalmente en la vida cotidiana. En este caso, mi profesora de chino, fue la que me dio un nombre, mi nombre traducido es “el padre otoño”, Chiou (Qiu) Shenfú. Shenfú es el tratamiento para el sacerdote en China y con el apellido Chiou, y pues así me conoce todo el mundo en Taiwán. Es de alguna manera una señal de desprendimiento, porque vas a la misión y tienes que perder hasta el nombre…
¿Cómo sintió el cambio?
Este cambio tiene que ser una gracia de Dios, porque además para una persona inquieta como yo, creo que no hubiera sido posible. Estuve 2 años solamente dedicado al estudio del idioma, y evidentemente eso supone un parón en todo tipo de actividad. Si no hablas el mandarín, no estás capacitado para servir, para trabajar, en Taiwán. Muchas personas conocen el inglés, pero no se habla inglés en el día a día. Esto te ayuda a desprenderte mucho, es una gran cura de humildad, creo que ayuda a volver a las cosas esenciales e importantes de tu vida. Durante aquellos dos años asistía a clases todos los días, hacía mis tareas lo mejor que podía cada día: celebrar la misa, rezar, estar con mis amigos, descansar, y, prepararme, con mucha ilusión para un trabajo que me estaba esperando cuando el idioma me lo permitiera.
La entrevista fue conducida por María Lozano para el programa semanal de radio y televisión Donde Dios Llora, realizado en cooperación con Ayuda a la Iglesia Necesitada.
Más información: info@DondeDiosLlora.org
AIS
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