Por más amenazas que pesen sobre la Casa Común, la Tierra, atacada en todos los frentes por el tipo de cultura que hemos desarrollado en los últimos dos siglos, explotando ilimitadamente sus limitados bienes y servicios, más directamente para la acumulación material de unos pocos, a pesar de todo eso ella continúa ofreciéndonos generosamente la belleza de los frutos, flores, plantas, animales y una amplia biodiversidad.
A mí me impresionan las pequeñinas flores rojas y amarillas de tres vasos que cuelgan de una de mis ventanas. Ellas, alegres, sonríen al universo. Eso me remite a la frase del místico poeta alemán Ángel Silesius que dice: «la flor no tiene un porqué, florece por florecer, no se preocupa de si la miran o no, simplemente florece por florecer».
Sabemos que solamente un 5% de la vida es visible. Lo restante es invisible, está compuesto de microorganismos, bacterias, virus y hongos. Ya escribí esto aquí y lo repito con las palabras de uno de los mayores biólogos vivos, Edward O. Wilson: «en un sólo gramo de tierra, o sea, en menos de un puñado, viven cerca de 10 mil millones de bacterias, pertenecientes hasta a 6 mil especies diferentes» (La creación: cómo salvar la vida en la Tierra, 2008, p. 26). Si eso es así en solo un puñado de tierra, imaginemos los trillones de trillones de microorganismos que habitan en el subsuelo de la Tierra. Por eso tienen razón James Lovelock y su grupo al afirmar que la Tierra es un superorganismo vivo. No en el sentido de un animal inmenso, sino en el de un sistema que se autorregula y que articula lo físico, lo químico y lo ecológico de forma tan inteligente y sutil que siempre produce y reproduce vida. La llamó Gaia, nombre griego para designar a la Tierra viva.
En la naturaleza nada es superfluo. Con cierto sentido del humor escribió el Papa Francisco en su encíclica “Sobre el Cuidado de la Casa Común” refiriéndose a san Francisco, que este pedía a los frailes «que dejasen siempre en el convento una parte del huerto para las hierbas silvestres», porque a su manera ellas también alaban al Creador.
Debemos cuidar de estos trabajadores anónimos que garantizan la fertilidad de los suelos y son responsables de la inimaginable diversidad de los seres, de los distintos frutos, de la variedad de flores, de la diversidad de las plantas y también de la existencia de los seres humanos, en sus diferentes modos de ser lo que son. Con los miles de millones de litros de agrotóxicos (sólo en Brasil se vierten en el suelo cerca de 760 mil millones de litros) los amenazamos y matamos. La humanidad es la primera especie en la historia de la vida, que tiene ya 3,8 mil millones de años de duración, que se ha vuelto una fuerza geofísica letal. Ella es el meteoro rasante, capaz de generar, por su falta de cuidado y por la máquina de muerte que ha creado, las condiciones para exterminar la vida visible y nuestra civilización. Habrá quien diga que con eso se inauguró una nueva era geológica, el antropoceno. Pero a esos microorganismos les es indiferente. Un naturalista, Jacob Monod, lanzó la idea de que, debido al fracaso de nuestra especie, surgirá tal vez otro ser, capaz de soportar el espíritu, que sea más amante de la vida. Consideremos estos hechos: los pequeños organismos vivos y visibles como las hormigas totalizan cerca de 10 mil billones y tienen un peso equivalente al de toda la población humana de 7,5 mil millones de personas. Los insectos, por miles de millones, son responsables de la polinización de las flores que, posteriormente, darán frutos.
¿Quién podría imaginar que una simple hierba silvestre de Madagascar proporcionaría alcaloides que curan la mayoría de los casos de leucemia infantil aguda? ¿O que un oscuro hongo de Noruega proporcionaría una sustancia que permite realizar el trasplante de órganos? Más sorprendente aún: a partir de la saliva de las sanguijuelas se ha desarrollado un disolvente que evita la coagulación de la sangre en las cirugías.
Como se deduce, todos los seres poseen primeramente un valor en sí mismos, por el simple hecho de haber surgido a lo largo de millones de años de evolución y enseguida poder ser generosamente útiles para su hermano o hermana, el ser humano. Las especies consideradas “dañinas” que, en realidad, son silvestres, enriquecen el suelo, limpian las aguas, polinizan la mayoría de las plantas con flores. Sin ellos nuestra vida estaría sujeta a enfermedades y sería más breve. Esa legión de microorganismos y minúsculos invertebrados, especialmente los gusanos nematodos que constituyen las cuatro quintas partes de todos los seres vivos de la Tierra, como nos afirman los biólogos, no están inútilmente y sin cumplir su función en el proceso cosmogénico. Los necesitamos para sobrevivir. Ellos no necesitan de nosotros.
San Francisco pisaba el suelo suavemente con miedo de matar algún bichito. Nosotros andamos atropellando, sin conciencia de que, escondidos en el subsuelo, hay miembros de la comunidad de vida.
Leonardo Boff
Koinonía
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