Una rara imagen de Monseñor Romero delante de la Fontana de Trevi, en Roma, conservada en el Museo de la Palabra y la Imagen (MUPI) de San Salvador
Conversando con monseñor Romero al pie del obelisco de San Pedro, un año antes de ser asesinado
Conocí y me encontré con Mons. Óscar Romero, arzobispo de San Salvador, el jueves 10 de mayo de 1979, tres días después de que fuera recibido por primera vez en audiencia privada por Juan Pablo II [2]. La cita era al pie del obelisco de la Plaza de San Pedro y estuvimos paseando juntos casi 50 minutos, tocando en nuestra conversación diversos temas, especialmente las trágicas y confusas noticias que llegaban de El Salvador.
Durante una marcha de opositores a la dictadura pseudo legal del general Carlos Humberto Romero, agolpada frente a la entrada de la Catedral para expresar solidaridad con otros manifestantes que habían ocupado el templo pidiendo la libertad de algunos dirigentes arrestados, el 8 de mayo de 1979 a las 12.45 la policía del régimen perpetró una espantosa masacre disparando contra cualquier cosa que se moviera. Al terminar el día, sobre la explanada y las escalinatas de la Catedral había 25 cadáveres.
Aunque todavía nada resultaba claro, porque las noticias de las agencias eran muy escuetas debido a la censura impuesta por el régimen, Mons. Romero, que conocía en profundidad la situación, comentó con tristeza: “Espero que no haya ocurrido algo irreparable, pero temo lo peor”. Pocos días después, lamentablemente, supimos que las palabras del arzobispo habían sido certeras. En efecto, había ocurrido lo peor: lo que la historia recuerda como “La masacre de la Catedral”.
Nuestro encuentro era posible gracias a mi amistad con Mons. Arturo Rivera y Damas (sucesor de Mons. Romero después de su asesinato, el 24 de marzo de 1980), amigo y colaborador del arzobispo. Mons. Rivera y Damas años antes había sido obispo auxiliar de la arquidiócesis de San Salvador y en esa época mantenía estrechas relaciones de amistad con varios obispos y sacerdotes chilenos que yo conocía muy bien. En esta trama de relaciones y amistades, hace 36 años nació la idea de que nos encontráramos en Roma, sobre todo para hablar sobre mi país, humillado desde hacía más de cinco años por otra terrible dictadura. En realidad, durante nuestro encuentro se habló poco y nada de la situación chilena. Mons. Romero sentía una gran necesidad de interiorizarse sobre lo que estaba ocurriendo en su país y en su diócesis, y eso centró la conversación en la tragedia salvadoreña, haciendo desaparecer la chilena.
Aquella tarde Mons. Romero, de natural amable y sosegado, se mostraba bastante nervioso, y en la intensa gesticulación de sus manos y la contracción de su rostro se podían “leer” señales de angustia y ansiedad, casi diría de dolor físico. Hablaba de prisa, cosa no habitual en él, según pude verificar posteriormente escuchando diversas grabaciones de sus homilías. También estaba preocupado por su viaje del día siguiente, 11 de marzo. Debía dirigirse a España, donde después tomaría el avión hacia su país. Allí sin duda iba a encontrar una situación mucho peor que la anterior a su viaje a Roma, e incluso más crítica que la descripta ampliamente al Papa Juan Pablo II 24 horas antes de la masacre de la Catedral.
De todos modos estaba agotado por su larga estadía en Roma, que se había prolongado a la espera de un encuentro con el Papa. Esos días eran “muy costosos para mi… Usted sabe, mi diócesis es pobre y debemos usar el dinero con mucha responsabilidad”, comentó durante nuestra conversación. Mons. Romero tenía la impresión de no ser bien comprendido en algunas dependencias de la Curia y pensaba que muchas veces se escuchaba y se daba más credibilidad a voces enemigas de la Iglesia salvadoreña o a los que, con palabras del Papa Francisco, hoy podríamos llamar “chismes”. En efecto, durante muchos años, incluso después de su martirio, Mons. Romero fue víctima del “terrorismo de los chismes” que en algunos momentos tuvieron un efecto conocido: obstaculizar o retardar su proceso de beatificación. Recuerdo que Mons. Romero consideraba que estos “chismes” eran “en cierta medida comprensibles” porque, explicó, “la situación interna del país es muy confusa y envenenada y una de las técnicas que se usan para desinformar son las falsedades, las calumnias, los rumores infundados (…). Son habladurías insignificantes que lanza la prensa del gobierno, aparentemente de manera inofensiva, y después otros las agigantan como verdades indiscutidas”, agregó con amargura. En muchos casos él era la víctima principal y privilegiada del régimen y de los partidos que lo apoyaban, y que hacían todo lo posible para desacreditar al arzobispo.
Yo sabía que en el Vaticano le habían sugerido que tratara de mejorar las relaciones con el gobierno, y por eso durante nuestro encuentro le pregunté a Mons. Romero si le sería posible hacerlo. Su respuesta –recuerdo con claridad- fue desarmante: “Todo es posible y siempre hay que intentarlo, pero me parece que nuestra sinceridad y buenos propósitos no se entienden como desearíamos. En respuesta a nuestros pedidos solo recibimos, de parte de las autoridades, silencio, acusaciones y a veces ofensas. En el gobierno y en la política salvadoreña la mayoría piensa que la Iglesia es una institución enemiga e infiltrada por personas enemigas del país, de la democracia y de la convivencia pacífica”. El arzobispo consideraba que una “terrible evidencia” de este rencor, al límite del odio, era el asesinato de varios sacerdotes y laicos comprometidos en la pastoral, el último de los cuales era el padre Octavio Ortiz, muerto el 20 de enero junto con cuatro jóvenes.
En su corazón siempre estaban vivos los nombres de los hermanos muertos, empezando por el padre Rutilio Grande, asesinado el 12 de marzo de 1977 junto con otras dos personas (Manuel Solorzano, de 72 años, y Nelson Rutilio Lemus, de 16 años). Posteriormente Mons. Romero debió llorar la muerte de otros sacerdotes (mayo de 1977, el padre Alfonso Navarro Oviedo; enero de 1978, el padre Neto Barrera). Y después de su encuentro con el Santo Padre, cuando volvió a su país, enfrentó la muerte de otros dos hermanos más: el padre Rafael Palacios (junio de 1979) y el padre Napoleon Alirio Macías (agosto de 1979).
Recuerdo haberle planteado a Mons. Romero lo siguiente: “En el momento de su nombramiento (1970, como obispo auxiliar de San Salvador) [3] se dijo que usted era muy conservador, de “derecha”. Ahora, en cambio, algunos lo acusan incluso de ser comunista. ¿Por qué, monseñor?” En ese momento el arzobispo se detuvo, me miró con firmeza y me dijo: “¡No! Nunca me interesó la política. Nunca fui de derecha o de izquierda. Son conceptos de una categoría que no conozco y no comprendo, la política. Desde 1930, en los tiempos del Seminario de San Miguel (Romero tenía 13 años), siempre he pensado en Cristo y en su Iglesia como mis únicos puntos de referencia. El hecho de ser considerado primero de derecha y después de izquierda demuestra que otros me quieren utilizar y no lo que yo pienso y lo que yo soy realmente”.
Después me hizo una reflexión corta y muy lúcida. “El problema que afronta la Iglesia latinoamericana, y a lo mejor esto también ocurre en otras partes, es la lectura político-ideológica que se hace desde fuera de su ser y de su misión. Muchas veces algunos sectores de la sociedad consideran la misión de la Iglesia con anteojeras ideológicas, con el propósito de utilizarla, y entonces, según sus necesidades, le ponen la etiqueta que les conviene. Y si no pueden domesticarla, tratan de destruirla”. Este mismo pensamiento lo hemos encontrado muy a menudo en las grabaciones que dos años antes de su muerte hizo el arzobispo y que fueron publicadas integralmente en 1990[4].
Recuerdo que dentro del marco de estas reflexiones, Mons. Romero hizo numerosas observaciones sobre derechos humanos y sobre la dignidad de la persona. En especial recordó algunos relatos de salvadoreños torturados y de familias destruidas, y entre ellos varias personas que habían estado muy cerca de él durante muchos años. Recordó también, con voz estrangulada por la emoción, algunos casos de niños torturados para obligarlos a informar sobre miembros de su familia buscados por la policía política. En algunos momentos Mons. Romero también puso de relieve el drama de la pobreza, más aún, de la miseria de muchos compatriotas, y después hizo referencia a algunos Episcopados europeos y norteamericanos que proporcionaban ayuda solidaria a las obras de promoción humana de su arquidiócesis. En este contexto pronunció una frase cuyo significado profundo comprendí recién años más tarde: “Sabe, querido amigo, en cierto sentido la pobreza es un mal menor, porque se puede ser pobre con dignidad. Con la tortura y la represión, en cambio, esta dignidad desaparece, y la persona queda envilecida y reducida a un objeto. Es algo que después no resulta fácil superar. Estas heridas son peores que el hambre o el sufrimiento físico”.
Después de intercambiar nuestras respectivas direcciones y números de teléfono, nos separamos con un afectuoso apretón de manos y un tímido abrazo. En silencio, para siempre. Se alejó con la cabeza inclinada hacia la Vía de la Conciliación, pequeño, casi minúsculo, cada vez más borroso… Nuestro encuentro fue doloroso, y hoy diría que premonitorio. Recuerdo que miré largamente el crucifijo que corona el obelisco, seguro de haber hablado con un sacerdote ejemplar y un gran pastor… pero sin comprender que era un hombre santo.
***
[1] La narración de estos recuerdos se remonta a muchos años de distancia de los hechos relatados y ha sido posible gracias a un querido amigo salvadoreño al que diez días después de mi encuentro con Mons. Romero le escribí una carta contándole una parte importante de la conversación. Ahora este amigo, que hoy vive en Estados Unidos, me envió una copia de mi carta de 1979, que yo no conservaba. A él mi sincera gratitud y afecto, así como a su familia.
[2] Mons. Romero se encontró con el Papa Wojtyla por segunda y última vez el 30 de enero de 1980, tres meses antes de ser asesinado.
[3] El 25 de abril de 1970, Mons. Romero fue nombrado obispo auxiliar de San Salvador por el Papa Pablo VI, quien luego lo nombró obispo de Santiago de María, el 15 de octubre de 1974. Por último, el 3 de febrero de 1977 el mismo Papa Montini lo nombró obispo de San Salvador.
Mons. Romero estuvo con Pablo VI por última vez el 21 de junio de 1978, un mes y medio antes de la muerte del Pontífice. Mons. Romero, en su diario, recordó aquel encuentro con especial afecto. Describe que el Papa fue con él “cordial, amplio, generoso, la emoción del momento no es para recordar palabra por palabra”. El Papa Montini le dijo: “Comprendo su difícil trabajo. Es un trabajo que puede ser no comprendido, necesita tener mucha paciencia y mucha fortaleza. Ya sé que no todos piensan como usted; sin embargo, proceda con ánimo, con paciencia, con fuerza, con esperanza’. Me prometió que rezaría mucho por mí y por mi diócesis. Y (me pidió) que hiciera todo esfuerzo por la unidad”. Al año siguiente Mons. Romero volvió a Roma, visitó la Basílica Vaticana y oró ante la tumba de Pablo VI. “Me ha impresionado, más que todas las tumbas, la sencillez de la tumba del papa Pablo VI”, recogió en su diario personal. “Sentí especial emoción al orar junto a la tumba de Pablo VI, de quien estuve recordando tantas cosas de sus diálogos conmigo, en las visitas que tuve el honor y la dicha de ser admitido a su presencia privada”.
[4] A diez años de la muerte de Mons. Romero, la arquidiócesis de San Salvador publicó sin comentarios la transcripción de esas cintas.
*Estos recuerdos ya los publicamos por primera vez el 23 de mayo de 2015. En este nuevo aniversario nos pareció oportuno volver sobre lo que supimos y conocimos del beato en el lejano 1979. Es un pequeño homenaje a un gran santo, a un sacerdote fiel e íntegro que con su ejemplo y su sacrificio salvó la fe de miles y miles de latinoamericanos, sobre todo jóvenes. Una buena parte de la Iglesia católica en América Latina hoy hunde sus raíces de amor y fidelidad en el corazón de Óscar Romero (Ciudad Barrios, 15 de agosto de 1917 – San Salvador, 24 de marzo de 1980)
Tierras de América
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