«...alguna persona caritativa, según una antigua perversión ya denunciada en los evangelios, tiende siempre a la inversión del fin y los medios. La abolición del sufrimiento sirve en primer lugar para la promoción de los benefactores que ocupan el primer plano, independientemente de las personas a las que hay que socorrer. Adhiriéndose a la publicidad, la caridad traiciona su primer mandamiento: el tacto y el secreto. "No vayáis a practicar la virtud con ostentación para ser vistos por los hombres", dice el Nuevo Testamento. Pero según sus partidarios, la ley del alboroto se justifica ante todo por un afán de la eficacia. Alertar a los medios de comunicación es facilitar esas "insurrecciones de la bondad" de las que habla el Abbé Pierre, movilizar instantáneamente alrededor de una calamidad. El argumento es incontestable. Pero, para algunos, la tentación de confundir el estrépito necesario en torno a las víctimas con el delicioso guirigay alrededor de su persona es muy grande. Hay dos tipos de voluntarios: el buen guía que a través de su actuación predica con el ejemplo y nos familiariza con los réprobos, y el malo, que está allí para que le vean y cuya figura se interpone entre los menesterosos y el público. El voluntario debería tener la transparencia del cristal.
El espesor de su ego nubla nuestra visión, sobre todo para él la imagen es esencial y su sacrificio solo existe por la impronta que deja en la película. Su regla de oro consiste en exhibirse: consolando a un amputado, arropando a un bebé, llevando un saco de harina, poniendo una inyección. La publicidad y la apariencia son más importantes que el compromiso real que es ingrato, complejo y poco espectacular. La fotografía por el contrario rodea al salvador de una halagadora aureola. Se produce, como suele decirse, devolución en términos de agradecimiento, un reintegro simbólico e inmediato.»
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