JESÚS ESPEJA | El gesto de Benedicto XVI no me ha causado mayor extrañeza. Si ve que no puede seguir prestando a la comunidad cristiana el servicio como obispo de Roma y Sucesor de Pedro, la conducta más evangélica es retirarse. En su ministerio ha plasmado sin ambigüedades el lema de Pablo: “soy creyente y por eso hablo”.
Como San Agustín también él ha demostrado su talante: “de vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano”. La misma fidelidad a la Iglesia que le ha mantenido como testigo de Jesucristo, puede haber sido también inspiración para su renuncia.
El gesto, contemplado ya en la legislación canónica, además responde a una visión renovada de la Iglesia. Desde la Reforma Gregoriana en el s. XI, el obispo de Roma, sucesor de Pedro, se revistió de poder como vértice de una sociedad perfecta cuyo funcionamiento estaba en manos de la jerarquía; el resto de bautizados era más bien sujeto pasivo y paciente. El Vaticano II superó una eclesiología centrada prioritaria, cuando no de modo exclusivo, en la organización jerárquica, destacando que ante todo y finalmente la Iglesia es comunión de vida, pueblo que participa y refleja la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu. En esta visión renovada de la Iglesia los ministerios, incluido el del obispo de Roma, Sucesor de Pedro, no son fines en sí mismos; deben estar al servicio de la comunión. Y es normal admitir en ellos cambios según las exigencias de su finalidad.
En la Edad Media San Bernardo acuñó una expresión: “la Iglesia tiene una mirada hacia atrás y otra hacia delante”. Camina entre dos tiempos. Es la misma Iglesia de los Apóstoles, pero tiene que hacerse cada día en el tiempo, rejuvenecida por el Espíritu. A Benedicto XVI le ha tocado una época nada fácil y ha hecho lo posible para que la Iglesia se purifique de sus arrugas. Al final de su ministerio nos deja la recomendación: necesitamos avivar la fe como encuentro personal y comunitario con Jesucristo que da sentido a nuestra vida. Pero, en continuidad con el Vaticano II, y en la compleja y opaca situación cultural, todavía hoy la Iglesia tiene que pasar del poder al profetismo. De ser una Iglesia en sí y sobre sí, a ser una Iglesia en el mundo y para los seres humanos como signo e instrumento de la fraternidad universal o reino de Dios. Este paso implica una renovación espiritual de la comunidad cristiana que será tarea primordial en los próximos años.
NOTA: Por motivos obvios, dado el interés despertado por la decisión de Benedicto XVI, adelantamos la colaboración del teólogo Jesús Espeja que se publicará próximamente en la revista Noticias Obreras número 1.545 correspondiente al mes de marzo.
HOAC
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