Con ocasión de la festividad de San Pedro y San Pablo, parece pertinente decir algo sobre la reforma del papado. Porque estoy convencido de que ese asunto es uno de los problemas más urgentes que tiene que afrontar la Iglesia católica. Y, entre los problemas urgentes, el más grave de todos.
La Iglesia católica está organizada jurídicamente de tal manera que todo el ejercicio de la autoridad y el poder está concentrado en un solo hombre, el papa (CIC, cc. 331; 333, párrafo 3; 1404; 1372). Además, según la Ley Fundamental del Estado de la Ciudad del Vaticano, art. 1º, el Romano Pontífice posee en plenitud los tres poderes del Estado, el legislativo, el judicial y el ejecutivo. Como bien saben los teólgos, estas características del papado no pertenecen a la fe de la Iglesia. Es de fe que el obispo de Roma, sucesor de Pedro, es cabeza del colegio episcopal. Pero ese dato de la fe católica, se puede concretar y llevar a la práctica de muchas maneras. La forma actual del papado es una de esas posibles maneras de ejercerlo. Pero no es la única. Ni que el papado tenga que ejercerse, como se ejerce ahota, es una cuestión indiscutible. Por supuesto, que es discutible. Y, por tanto, mejorable. Entre otras razones, porque, tal como se ejerce en la actualidad, es un cargo que entraña una serie de inconvenientes que, si la cosa se piensa desapasionadamente, no resulta fácil entender por qué se mantiene tal como está.
No es posible analizar detenidamente este complejo asunto en esta breve reflexión. Por eso, de momento al menos, me limito a hacer algunas propuestas concretas, que los católicos deberíamos pensar, discutir, y sosegadamente proponer soluciones a ellas.
Concretamente:
1) La elección del papa debería hacerse de otra forma: no tiene por qué ser designado por los cardenales, sino que la elección la podrían hacer mejor los obispos de todo el mundo, por medio de las Conferencias Episcopales. Sería eso la mejor manifestación de la "colegialidad episcopal", de la que habló el concilio Vaticano II.
2) El papado no debería ser un cargo vitalicio. Sería muy conveniente que el obispo de Roma ( y todos los obisposde la Iglesia) fueran designados por un tiempo limitado, por ejemplo seis años. En contra de esta posible decisión no se puede invocar la teología del "carácter" sacramental. Entre otras razones, porque en el concilio de Trento se afirmó la existencia del "carácter", pero no se definió la naturaleza del "carácter". Y por eso hay diversas teorías teológicas al respecto, todas ellas respetables. Por otra parte, el final de los papas (cuando están o muy enfermos o muy ancianos) suele ser penoso y lleva consigo que el cargo esté prácticamente vacío durante tiempo.
3) La Curia Vaticana tiene que ser reformada a fondo. Pero está visto que el papa, por sí solo, no puede llevar a cabo tal reforma. Pablo VI, obedeiciendo al concilio Vaticano II, intentó hacer esa reforma. Y fracasó. Por eso, tendrían que ser las Conferencias Episcopales las que, de acuerdo con el papa, hicieran una reforma profunda, reorganizando la composición de la Curia, la designación de sus miembros y las competencias de cada cual.
De momento, yo me daría por satisfecho si se acometieran estas tres cuestiones. Y, una vez dado ese paso, habría que avanzar en la dirección de descentralizar el ejercicio del poder papal, dando más participación en el gobierno de la Iglesia a los laicos. Lo que llevaría consigo superar un obstáculo muy fuerte que existe actualmente: la enorme ditancia, el asombroso alejamiento, que existe entre el papado (y el episcopado) y la casi totalidad de la sociedad. El papa y los obispos son "noticia", pero no suelen ser "comunión" con lo que piensa, desea y necesita la enorme mayoría de la población, en cada país y en el mundo entero.
Es urgente que los católicos nos pongamos a pensar en estas cosas. De no asumir esta responsabilidad, seguirán adelante los "servicios religiosos" que la gente "consume" en las igllesias. Lo que no sé si se mantendrá, por mucho tiempo, es la vitalidad de la fe en Jesucristo y la presencia de la luz del Evangelio en este mundo tan confuso y complicado. Un con un futuro tan inimaginable, incluso corto y medio plazo, que me da mucho que pensar ver a los niños pequeños. Cuando estas criaturas tengan cuarenta o cincuencta años, ¿cómo podrán vivir? ¿qué sociedad les espera? A la velocidad que van las cosas, nadie se sabe lo que se van a encontrar. Entre otras cosas, si se van a encontrar con la Iglesia de Jesucristo o con un curioso museo de antigüedades.
José María Castillo
Teología sin censura
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