Sunday, September 02, 2012

Su Eminencia el Cardenal Parkinson y la próxima Navidad


Josep Rovira cmf - Sábado 01 de Septiembre del 2012

Hay quien esconde por modestia o con rubor sus enfermedades, tal vez porque se trata de un personaje importante; y hay quien en cambio las usa para animar a otros a no avergonzarse de los propios límites. Basta citar el caso de Juan Pablo II el cual, durante los últimos años de su pontificado fue perdiendo poco a poco sus facultades, hasta el día de Pascua de este año, seis días antes de su muerte, en que se asomó a la ventana de su habitación para rezar el Ángelus, y sólo logró hacer una mueca muda con la boca y trazar con mano incierta una cruz en el aire. Otro ejemplo fue tiempo atrás el americano Ronald Reagan, ex-cowboy y ex-Presidente, enfermo de Alzheimer que, antes de entrar definitivamente en el túnel sin salida de aquella enfermedad, escribió una carta de despedida a sus connacionales, animándoles a seguir adelante con entusiasmo.

Quisiera hoy referirme a otros dos casos: el de un religioso, que tuve la suerte de conocer personalmente, Don Giancarlo Pravettoni, muerto de cáncer el pasado mes de marzo, después de cuatro años de cuidados y sufrimientos, a la edad de sesenta años, y un alto jerarca, todavía presente entre nosotros, el cardenal Martini, enfermo de Parkinson.

Don Giancarlo incluso escribió un libro, “Más allá de lo visible” (“Oltre il visibile”, Roma 2005), en el que parte de su experiencia de enfermo terminal y luego hace toda una serie de reflexiones sobre el valor de la vida, el amor, la entrega a los demás... La última de dichas páginas la completó tres días antes de morir. Había sido un hombre de grande actividad que supo reaccionar positivamente dando una lección válida para todos en nuestro camino hacia la muerte. Así lo contaba en la introducción al libro, escrita el mismo mes en que murió: “Cuando el 19 de enero del 2001 el médico me comunicó los resultados de los análisis clínicos, informándome que habían encontrado dos grandes masas tumorales en mi intestino, estallé en un llanto desesperado. «Doctor –dije-, déjeme continuar al menos por tres meses los proyectos que estoy llevando a cabo, para poder concluirlos o pasarlos a otras personas; luego me pondré en sus manos, suceda lo que suceda, ya no me interesa nada más». «Me duele por Usted –me respondió-, pero tal como está le puedo asegurar solamente un mes de vida». Lo acepté y comenzó a nacer en mí la fuerza para luchar contra aquel mal que improvisamente cerraba mi vida como una puerta de hierro que impide seguir adelante. Sí, me sentí prisionero del mal, pero no me dí por vencido. Imploré con lágrimas la ayuda de Dios y también la de los médicos. Busqué luz, consolación y fuerza en la oración. Fui a la Basílica de San Pedro en búsqueda de un sacerdote que me ayudara a traer de nuevo la paz a mi corazón sobresaltado, más aún, huracanado; y me topé con un joven sacerdote brasileño que me confortó y consoló, me dió esperanza. «Esté tranquilo, Dios ciertamente le ayudará y Usted volverá a encontrarme dentro de algún año». Y así, el mes de marzo del 2004 volví a encontrarle. Su comentario fue de una sencillez desarmante: «¿Ha visto? Como le dije, Dios le ha ayudado». En este libro, lector, te cuento sin falsos pudores mi experiencia de dolor, mi lucha cotidiana contra el mal físico, mi esperanza viva y las ganas de continuar haciendo el bien, en la medida de lo posible: ¡porque yo no me he dado por vencido! Te hablo de mis miedos y angustias, mi confianza y mi desesperación, la necesidad del consuelo, el sostén y la cercanía física de las demás personas, de atención y comprensión. Pero, sobre todo quiero comunicarte mi descubrimiento de lo que vale verdaderamente en la vida, de los valores que dan alegría y plenitud a nuestra existencia diaria y la hacen maravillosa, un misterio fascinante de luz y amor incluso en los momentos más difíciles. A eso me ha ayudado la experiencia de un dolor muy duro, que me acompaña contínuamente, y de la presencia amorosa y misericordiosa de Dios, que a pesar de todo se muestra Padre providente. Así pues, me he negado a encerrarme en mí mismo llorando mi desgracia. ¡Es duro, muy duro, en ciertos momentos, cuando constatas que el mal te va destruyendo y el dolor se hace insoportable! Ha habido días en que he querido morir, porque la cruz se hacía demasiado pesada. Pero, he descubierto que, incluso cuando el mal me va desgarrando y consumiendo lentamente por dentro, puedo vivir plenamente el presente, el gota a gota de amor que puedo dar y recibir, mientras Dios no se me lleve. ¡Está siendo un descubrimiento maravilloso, que en algunos momentos me conmueve hasta las lágrimas!”.

\"\"Hace unos días el famoso cardenal Carlos María Martini visitó y conversó un par de horas con los enfermos de un hospital de Milán que padecen la misma enfermedad que él: el mal de Parkinson. “¿Cómo se las arregla, cardenal Martini -le preguntó uno-, cuando los pies se le pegan al suelo? Yo, para ponerme en movimiento, escucho la marcha de Radetzky. ¿Y Usted?”. “Yo también me ayudo con la música -le respondió, como un enfermo más entre enfermos-. Pero, para mí, el mejor es Mozart: une ritmo y melodía. Me sirve mucho ya sea para caminar ya sea para moverme en casa, por ejemplo, para poner orden en mi habitación”. Comentaba el Director del Centro, Doctor Gianni Pezzoli: “Me sucede frecuentemente que entre mis enfermos se hallen personajes conocidos. Todos me piden la máxima reserva. Una única excepción: Martini. Desde el comienzo no ha querido esconder nada”. Otro enfermo preguntó, al ex-arzobispo de Milán: “¿Cuándo se dió cuenta de que algo no iba bien?”. “No lo noté yo, sino los demás hace unos diez o doce años, cuando me hicieron caer en la cuenta de que, al hablar en público, había movimientos de mi brazo que yo no lograba dominar”. Parece ser que fue su enfermedad lo que, durante el pasado Cónclave, determinó enseguida su exclusión como papable. Él mismo reconoció en esta charla con los enfermos que ahora ya no podría ni siquiera guiar una diócesis como Milán.

A continuación explicó con sencillez su convivencia con las incomodidades de la enfermedad: tener que tomar medicinas cada tres horas, dieta sin proteínas, sobre todo en la primera mitad de la jornada, sueño contínuamente interrumpido de las nueve o diez de la noche hasta las cuatro de la madrugada. En la medida en que su enfermedad le permite, actualmente alterna sus actividades entre Jerusalén y Roma. A sus setenta y nueve años (cumplirá ochenta en febrero), se dedica al estudio del hebreo moderno y a trabajos de filología y crítica textual de algunos textos griegos bíblicos antiguos. Ha renacido el antiguo profesor e investigador... Como dice un proverbio italiano: el primer amor no se olvida nunca. “Todavía logro trabajar bastante...”; aunque admitió que se cansa fácilmente y que a veces necesita descansar un poco cada media hora... El médico le ha mandado que pasee mucho; que dé al menos cinco mil pasos al día. Para ello se ha comprado un cuentapasos. “Frecuentemente me resulta muy fatigoso comenzar a moverme –admitía-; luego, cuando he cogido el ritmo, las cosas van mejor. Pero, no logro prever las situaciones de bloqueo”. Naturalmente, para un cristiano así la oración es fundamental; pero, precisaba: “No para pedir mi curación...; sino una oración de intercesión que acaba confluyendo en el grande río de la oración de intercesión de toda la Iglesia...”. 

Me pregunto si es más grande este hombre ahora o cuando, siendo arzobispo de Milán por más de veinte años, gran viajero, incansable conferenciante y fecundo escritor, todo el mundo hablaba de él. Yo diría que ahora, porque tiene que ser muy grande y rica una persona que es capaz de bajar con dignidad del pedestal que le habían construído, y no avergonzarse de mostrar su humanidad y espiritualidad a través de un cuerpo cada vez más frágil y humillado por la enfermedad. Recuerdo todavía la frase que dijo un famoso actor italiano, Victorio Gassman, agnóstico, hablando de Juan Pablo II: “A mi me gusta más este Papa cuando está postrado en una cama del hospital Gemelli que no entre las nubes de incienso, los ornamentos dorados, la música a todo volumen, las reverencias y vivas, y la multitud en la Plaza de San Pedro”; y explicaba: “En la Plaza lo siento lejano, mientras que en el hospital lo siento cercano, es como yo y... ¡entonces me hace pensar...!”.

La grandeza interior del hombre se ve cuando sus apariencias externas no se convierten en una fachada que sólo Dios sabe lo que oculta... ¡Qué pobre es el hombre que se tiene que fiar de sus apariencias! ¡cuán rico aquél cuya pobreza externa no estorba sino que hace todavía más patente su grandeza interior! Los hombres tendemos a juzgar según las apariencias, Dios en cambio juzga el corazón (1Sam 16, 7; Is 11, 3); como Cristo alabó, no lo mucho que daban los adinerados, sino el óbolo de la pobre viuda (Mc 12, 41-44). Por eso, cuando Dios quiso venir entre nosotros no escogió el palacio de Herodes, ni la casa del Sumo Sacerdote, ni la protección del gobernador romano..., sino el calor de la paja de un pesebre, el cariño sencillo y total de una madre recién estrenada, de un padre que no acababa de entender lo que pasaba, y de unos rudos pastores que no sabían cuánto les íbamos a envidiar a lo largo de los siglos... (Mt 1, 18-25; Lc 2, 8-20).

Mientras tanto, vayamos preparando humana y espiritualmente el camino para la Navidad (Is 40, 3-4; Mc 1, 3). Como pedía, en su santa ingenuidad, una abuela moribunda –según leí el otro día-: que, una vez muerta, sus hijos la lavaran bien, le pusieran el vestido nuevo y, sobre todo (¡!), no se olvidaran de ponerle dos gotitas de su perfume preferido detrás de cada oreja, porque: “... Una no puede ir de cualquier manera al encuentro del Señor...”.

¡Feliz Navidad!
Buon Natale!

Ciudad Redonda

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