Monday, December 10, 2012

María, mujer del Adviento


Benedicto XVI nos aconseja: "Dejémonos guiar por María, porque el Dios que viene no nos encuentre cerrados o distraídos, sino que pueda, en cada uno de nosotros, extender un poco de su reino de amor, de justicia y de paz. »la Virgen es la mujer del Adviento y nos enseña cómo prepararnos para el nacimiento del Hijo de Dios. En este número hemos querido centrarnos en tres aspectos de María que pueden ayudarnos a vivir mejor este tiempo de espera: la alegría, la humildad y la esperanza. Esta semana tres mujeres nos acercan, desde su experiencia, a la figura de María y nos animan a recorrer este tiempo de Adviento de su mano.

María, mujer de esperanza
Begonya Palau
Biblista


¿Cómo podemos reconocer la acción de Dios hoy y estarle agradecidos?

¿Cómo podemos prepararnos 
interior y comunitariamente para recibir a Jesús y ofrecerlo a todos?


«María, sabes 
dentro de ti que 
Dios es el único que 
hace maravillas y 
tú sólo has puesto 
la disponibilidad 
plena de toda tu 
persona»

Di, mujer, ¿cómo podías estar tan segura de tu respuesta cuando el ángel te anunció el nacimiento del Hijo del Altísimo? ¿Qué fuerza, qué convicciones  anidaban en tu corazón?

No entendiste por qué el ángel te llamaba «llena de gracia», però algo resonó en tu interior. Pese a la turbación que invadió tu cuerpo, no caíste en la trampa de la falsa humildad y, por eso mismo, no replicaste nada. En la más sublime conciencia de tu pequeñez, no te miraste el ombligo, no mediste tu fuerza, tus cualidades. ¿Cómo, si no, hubieras podido aceptar un privilegio tan grande?

Tu mirada, mujer diligente, te hacía salir de ti y estar atenta a lo único necesario: Dios. Sabías, en lo más íntimo de ti, que era cierto lo que el ángel afi rmaba: Él estaba contigo. Y estaba contigo como lo había estado siempre en medio de su pueblo, perennemente fi el a sus promesas, comprometido en salvar defi nitivamente a Israel y a toda la humanidad.

Desde pequeña habías escuchado con atención y agradecimiento sus gestas. Te habías emocionado con el amor de predilección que, como un águila, el Señor tenía hacia su pueblo, protegiéndolo de las esclavitudes engañosas, alimentándolo con la comida suculenta de su Palabra, vistiéndole con las preciosas sedas de la comunión fraterna que la Ley enseñaba.

Corrían ahora tiempos de crisis, de dispersión. Algunos correligionarios vivían alejados del Señor, más pendientes del poder político o social que de loarlo con honradez en el templo; otros pretendían conocer la única verdad de Dios y la imponían como una losa a los hermanos más pobres y desamparados con difi cultades reales de practicar las normas de la Ley; otros, buscando una pureza absoluta, se habían separado de sus hermanos mirándoles con aires de superioridad; otros, aún, recurrían a la violencia para exterminar a unos extranjeros que podían ser confundidos con el peligro siempre interior y profundo de olvidar a Dios.
Ante toda esta diversidad, ¿dónde exactamente teníamos que dirigir nuestra mirada, dónde exactamente estaba Dios?

Fuiste tú, una mujer de tu tiempo, relegada a la situación humilde y secundaria que cualquier mujer tenía, quien recibió el mensaje más esperado, más deseado: ahora, en la plenitud del tiempo, de una vez por todas, Él se había decidido a actuar en bien de toda la humanidad.

Tenías razón de no entender. ¿Quién eras tú para recibir un mensaje como éste? ¿Qué mérito habías acumulado?

Dios no te lo quiso explicar. Así custodiaba su secreto, el misterio de sus elecciones, siempre tan incomprendidas por la lógica humana. Pero Él quiere ser Él, y actuar como y cuando quiere. ¿Lo sabías, verdad, madre? No querías poner freno a su empuje, a su momento, a su acción.

Tuviste miedo, supongo, porque el ángel te pidió la experiencia de vencerlo. De esta manera te conocemos en tu humanidad y podemos refl ejarnos en ti y dejarnos guiar. La apertura a Dios no signifi ca claridad absoluta, ausencia de difi cultades. Su Palabra es muy exigente, desea que se lo demos todo como un acto de obediencia de la fe. Y tú nos enseñas que Él está siempre por encima de nuestra debilidad.

Tu mérito, pues, déjame decirlo, es no tener ninguno, es abrirte a su Presencia sin analizar nada, sin comprender nada, con la única luz de saber que Él es todopoderoso. Tu apertura es tan deliciosamente virgen, tan deliciosamente sencilla, sin esfuerzos, sin obstáculos, en contemplación inteligente.

La experiencia del anuncio angélico te reafi rmó en lo que ya conocías: Dios es fiel. A partir de ese momento, tú nunca puedes dudar de su Palabra. En esta seguridad tuya, ya inconmovible, nos muestras la auténtica fortaleza, la auténtica esperanza. Tu sí es un sí para siempre. ¡Cómo lo entenderás cuando empiecen las difi cultades alrededor de tu hijo y tengas que verlo muerto en la cruz! ¡Qué absurdo tan grande! El Hijo de la promesa tratado como un malhechor y un hereje. Se puso a prueba la profundidad de tu primer sí, y ahora sabemos que tu fortaleza te hizo madre de todos los creyentes, madre nuestra.

Y quisiste ir a servir a Isabel. Me imagino que pretendías ayudarla con las cosas sencillas de casa con motivo de su vejez y fatiga por el embarazo. Pero conseguiste mucho más. Tu presencia provocó una serie de bendiciones. Al verte, Isabel se quedó llena del Espíritu, porque también ella estaba a punto para reconocer la acción de Dios. La alegría profunda aparece cuando dos o más se comunican lo que Él hace.
Qué maravilla: ¡dos mujeres que se sienten profundamente unidas porque se saben íntimamente amadas por el Señor! Desaparecen las rivalidades, las competitividades, los celos. La alegría invade el ambiente, y crea el espacio del amor, gracias al cual incluso el hijo salta de entusiasmo en las entrañas de la madre estéril. El protagonista es Jesús. Juan lo sabe, Isabel lo sabe, tú cantas el Magnífi cat.

Ahora ya no es necesario esconder nada, no hay confusión de ningún tipo. Por eso, con el atrevimiento que nace de la esperanza, reconoces tu bienaventuranza. Isabel y Juan escuchan el canto más humilde salido de boca humana: Dios ha mirado tu pequeñez y la ha convertido en fuente de satisfacción plena, en espacio de salvación defi nitiva. No dudas ya, María, sabes dentro de ti que Dios es el único que hace maravillas y tú sólo has puesto la disponibilidad plena de toda tu persona.

Tu esperanza está fundamentada, porque las obras de su brazo son potentes. Lo han sido desde la promesa hecha a Abraham y lo serán por los siglos de los siglos. Tu atrevimiento nos interpela. ¿Cómo podemos dudar de lo que Dios nos ha regalado? Nuestra esperanza es la tuya, madre. Tú nos enseñas a saber de quién nos fi amos y a confi ar en todo momento, también en las dificultades, las incomprensiones y las pruebas. Ya sabes que la alegría profunda y auténtica vence al miedo, y es así que estamos a punto para proclamar por doquier el anuncio de la resurrección del Señor



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