Benedicto XVI nos aconseja: "Dejémonos guiar por María, porque el Dios que viene no nos encuentre cerrados o distraídos, sino que pueda, en cada uno de nosotros, extender un poco de su reino de amor, de justicia y de paz. »la Virgen es la mujer del Adviento y nos enseña cómo prepararnos para el nacimiento del Hijo de Dios. En este número hemos querido centrarnos en tres aspectos de María que pueden ayudarnos a vivir mejor este tiempo de espera: la alegría, la humildad y la esperanza. Esta semana tres mujeres nos acercan, desde su experiencia, a la figura de María y nos animan a recorrer este tiempo de Adviento de su mano.
María, mujer de esperanza
Begonya Palau
Biblista
¿Cómo podemos reconocer la acción de Dios hoy y estarle agradecidos?
¿Cómo podemos prepararnos interior y comunitariamente para recibir a Jesús y ofrecerlo a todos?
«María, sabes
dentro de ti que
Dios es el único que
hace maravillas y
tú sólo has puesto
la disponibilidad
plena de toda tu
persona»
No entendiste por qué el ángel te llamaba «llena de gracia»,
però algo resonó en tu interior. Pese a la turbación que invadió tu cuerpo, no
caíste en la trampa de la falsa humildad y, por eso mismo, no replicaste nada.
En la más sublime conciencia de tu pequeñez, no te miraste el ombligo, no
mediste tu fuerza, tus cualidades. ¿Cómo, si no, hubieras podido aceptar un
privilegio tan grande?
Tu mirada, mujer diligente, te hacía salir de ti y estar
atenta a lo único necesario: Dios. Sabías, en lo más íntimo de ti, que era
cierto lo que el ángel afi rmaba: Él estaba contigo. Y estaba contigo como lo
había estado siempre en medio de su pueblo, perennemente fi el a sus promesas,
comprometido en salvar defi nitivamente a Israel y a toda la humanidad.
Desde pequeña habías escuchado con atención y agradecimiento
sus gestas. Te habías emocionado con el amor de predilección que, como un
águila, el Señor tenía hacia su pueblo, protegiéndolo de las esclavitudes
engañosas, alimentándolo con la comida suculenta de su Palabra, vistiéndole con
las preciosas sedas de la comunión fraterna que la Ley enseñaba.
Corrían ahora tiempos de crisis, de dispersión. Algunos
correligionarios vivían alejados del Señor, más pendientes del poder político o
social que de loarlo con honradez en el templo; otros pretendían conocer la
única verdad de Dios y la imponían como una losa a los hermanos más pobres y
desamparados con difi cultades reales de practicar las normas de la Ley; otros,
buscando una pureza absoluta, se habían separado de sus hermanos mirándoles con
aires de superioridad; otros, aún, recurrían a la violencia para exterminar a
unos extranjeros que podían ser confundidos con el peligro siempre interior y
profundo de olvidar a Dios.
Ante toda esta diversidad, ¿dónde exactamente teníamos que
dirigir nuestra mirada, dónde exactamente estaba Dios?
Fuiste tú, una mujer de tu tiempo, relegada a la situación
humilde y secundaria que cualquier mujer tenía, quien recibió el mensaje más
esperado, más deseado: ahora, en la plenitud del tiempo, de una vez por todas,
Él se había decidido a actuar en bien de toda la humanidad.
Tenías razón de no entender. ¿Quién eras tú para recibir un
mensaje como éste? ¿Qué mérito habías acumulado?
Dios no te lo quiso explicar. Así custodiaba su secreto, el
misterio de sus elecciones, siempre tan incomprendidas por la lógica humana.
Pero Él quiere ser Él, y actuar como y cuando quiere. ¿Lo sabías, verdad,
madre? No querías poner freno a su empuje, a su momento, a su acción.
Tuviste miedo, supongo, porque el ángel te pidió la
experiencia de vencerlo. De esta manera te conocemos en tu humanidad y podemos
refl ejarnos en ti y dejarnos guiar. La apertura a Dios no signifi ca claridad
absoluta, ausencia de difi cultades. Su Palabra es muy exigente, desea que se
lo demos todo como un acto de obediencia de la fe. Y tú nos enseñas que Él está
siempre por encima de nuestra debilidad.
Tu mérito, pues, déjame decirlo, es no tener ninguno, es
abrirte a su Presencia sin analizar nada, sin comprender nada, con la única luz
de saber que Él es todopoderoso. Tu apertura es tan deliciosamente virgen, tan
deliciosamente sencilla, sin esfuerzos, sin obstáculos, en contemplación
inteligente.
La experiencia del anuncio angélico te reafi rmó en lo que
ya conocías: Dios es fiel. A partir de ese momento, tú nunca puedes dudar de su
Palabra. En esta seguridad tuya, ya inconmovible, nos muestras la auténtica
fortaleza, la auténtica esperanza. Tu sí es un sí para siempre. ¡Cómo lo entenderás
cuando empiecen las difi cultades alrededor de tu hijo y tengas que verlo
muerto en la cruz! ¡Qué absurdo tan grande! El Hijo de la promesa tratado como
un malhechor y un hereje. Se puso a prueba la profundidad de tu primer sí, y
ahora sabemos que tu fortaleza te hizo madre de todos los creyentes, madre
nuestra.
Y quisiste ir a servir a Isabel. Me imagino que pretendías
ayudarla con las cosas sencillas de casa con motivo de su vejez y fatiga por el
embarazo. Pero conseguiste mucho más. Tu presencia provocó una serie de
bendiciones. Al verte, Isabel se quedó llena del Espíritu, porque también ella
estaba a punto para reconocer la acción de Dios. La alegría profunda aparece cuando
dos o más se comunican lo que Él hace.
Qué maravilla: ¡dos mujeres que se sienten profundamente unidas porque se saben
íntimamente amadas por el Señor! Desaparecen las rivalidades, las competitividades,
los celos. La alegría invade el ambiente, y crea el espacio del amor, gracias
al cual incluso el hijo salta de entusiasmo en las entrañas de la madre estéril.
El protagonista es Jesús. Juan lo sabe, Isabel lo sabe, tú cantas el Magnífi
cat.
Ahora ya no es necesario esconder nada, no hay confusión de
ningún tipo. Por eso, con el atrevimiento que nace de la esperanza, reconoces
tu bienaventuranza. Isabel y Juan escuchan el canto más humilde salido de boca
humana: Dios ha mirado tu pequeñez y la ha convertido en fuente de satisfacción
plena, en espacio de salvación defi nitiva. No dudas ya, María, sabes dentro de
ti que Dios es el único que hace maravillas y tú sólo has puesto la
disponibilidad plena de toda tu persona.
Tu esperanza está fundamentada, porque las obras de su brazo
son potentes. Lo han sido desde la promesa hecha a Abraham y lo serán por los
siglos de los siglos. Tu atrevimiento nos interpela. ¿Cómo podemos dudar de lo
que Dios nos ha regalado? Nuestra esperanza es la tuya, madre. Tú nos enseñas a
saber de quién nos fi amos y a confi ar en todo momento, también en las
dificultades, las incomprensiones y las pruebas. Ya sabes que la alegría
profunda y auténtica vence al miedo, y es así que estamos a punto para
proclamar por doquier el anuncio de la resurrección del Señor
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