El 3 de junio de 1963 fallecía el papa Juan XXIII. Le lloraron creyentes de todas las religiones: católicos, protestantes, ortodoxos, judíos, musulmanes, budistas, y no creyentes de las diferentes ideologías: comunistas, socialistas, liberales, líderes políticos y gente del pueblo. El gran mufti de Tiro (Líbano) elogió la personalidad de Giuseppe Roncalli ante una multitud de musulmanes y cristianos portando en la mano la encíclica Pacem in terriscomo reconocimiento por su contribución a la paz en el mundo. La noche anterior a su muerte, el gran rabino de Roma y numerosos judíos se reunieron con los católicos en la plaza de San Pedro para rezar por el papa. El gesto tenía su justificación. Juan XXIII había adoptado hacia los judíos una actitud bien diferente a la de Pío XII. Sustituyó la oración por los “pérfidos judíos” del Viernes Santo por otra más respetuosa y ecuménica. En la audiencia a un grupo de judíos de Estados Unidos los saludó como José a sus hermanos cuando llegaron a Egipto: “Soy José, vuestro hermano”. Los pérfidos se tornaron hermanos.
¿Juan XXIII, un papa de transición? Eso fue lo que mucha gente pensó cuando fue elegido el 28 de octubre de 1958 a punto de cumplir 77 años. Los hechos, empero, desmintieron pronto las primeras impresiones, como puso de manifiesto Time el 17 de noviembre: “Si alguien esperaba que Roncalli iba a ser un mero papa de transición, hasta la llegada del siguiente, esta imagen se deshizo a los pocos minutos de su elección... Se hizo cargo pisando fuerte como el amo de casa, abriendo ventanas y cambiando muebles...”. Bastaron cuatro años y medio de pontificado para llevar a cabo una verdadera revolución en la Iglesia romana que se convirtió realmente en universal y ecuménica.
La tarea no le resultó fácil. Tuvo que vencer no pocas resistencias dentro de la curia vaticana, con la que nunca tuvo buenas relaciones, pero tampoco hipotecas que pagar, y hubo de neutralizar a relevantes figuras de la misma, como el cardenal Ottaviani, que estaba al frente del Santo Oficio.
Pero contó también con el apoyo de un sector importante del episcopado, de movimientos cristianos laicos y de cualificados teólogos modernos, algunos de los cuales habían sido condenados por Pío XII y él los llamó para que le asesoraran y le ayudaran a fundamentar el cambio que quería llevar a cabo. La alianza con estos sectores permitió llevar a buen puerto el aggiornamento.
Entre las muchas innovaciones que introdujo destacan dos por su eficacia y trascendencia para el futuro de la Iglesia: el Concilio Vaticano II y la encíclica Pacem in terris. El Vaticano II no fue una simple ocurrencia o fruto de la improvisación del anciano Roncalli. Era una idea muy meditada. Su secretario personal Loris Capovilla recuerda que Juan XXIII le refirió la “necesidad de un concilio” dos días después de ser elegido papa: “Habrá un concilio”, le anunció. La celebración de “un concilio ecuménico para la Iglesia universal” fue el principal objetivo de Roncalli, que hizo público el 25 de enero de 1959.
Pero, ¿un concilio, por qué y para qué? La respuesta no estuvo clara desde el principio. Fue perfilándose durante su preparación y, de manera especial, a lo largo de las cuatro sesiones del mismo conforme a las inquietudes y sensibilidades de los obispos y de los asesores teológicos. En la mente del papa estaba cambiar la forma personalista y autoritaria de gobierno por otra más colegiada y participativa. La reunión de todos los obispos del mundo constituía la mejor oportunidad para analizar los problemas más importantes de la Iglesia, responder a los desafíos que le planteaba la nueva era que se estaba viviendo y poner en marcha una transformación profunda en una doble dirección: la reforma interna de la institución eclesiástica, anclada en el modelo católico-romano medieval, y la reubicación en la cultura moderna, a la que había condenado sin haberla escuchado.
Objetivo prioritario del papa era la construcción de la Iglesia de los pobres, pero en el aula conciliar no tuvo el eco que él hubiera deseado. Lo que no se quería era que el Vaticano II fuera en un apéndice del Vaticano I.
El resultado fue un cambio de paradigma en todos los campos: reforma litúrgica, nueva imagen de Iglesia como comunidad de creyentes, colegialidad episcopal, reconocimiento del pluralismo teológico, diálogo cultural, intraeclesial, intereclesial e interreligioso, libertad religiosa, solidaridad con las esperanzas y las angustias de los pobres y de cuantos sufren, etcétera.
La encíclica Pacem in terris, publicada mes y medio antes de su muerte, supuso un cambio de paradigma en la doctrina social de la Iglesia al reconocer los derechos humanos como inalienables de la persona. Constata la presencia de las mujeres en la vida pública y la toma de conciencia de su dignidad, considera legítima su protesta cuando son reducidas a mero instrumento u objeto inanimado, y defiende sus derechos tanto en la esfera doméstica como en la vida pública. Un paso gigantesco y una buena herencia que no hicieron suya sus sucesores. ¿Lo hará Francisco?
Juan José Tamayo es profesor de Historia Contemporánea, director de la Cátedra de Teología en la Universidad Carlos III de Madrid y autor de Invitación a la utopía (Trotta, 2012).
El País
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