Queridos hermanos:
El evangelio de este domingo es continuación del domingo pasado. El Reino llega como una comida, pero los discípulos no lo entienden así, sino más bien como una forma de poder. Jesús les ordena cruzar al otro lado del lago, mientras él se pone a orar. Llega la tormenta y queda en evidencia la falta de fe de los apóstoles.
No perdamos un importante detalle: en los momentos de triunfo, el Reino debe ser buscado en la oración silenciosa y humilde: “en el viento, el terremoto, el fuego no estaba el Señor. Después se escucho un susurro. Elías, al oírlo, se cubrió el rostro” (primera lectura,1 libro de los Reyes 19). La presunción y el orgullo es la tentación común de muchos hombres que se dicen religiosos. Jesús no alimenta una religiosidad que sólo busca lo maravilloso y milagrero, la tormenta pondrá en evidencia la distancia entre los puntos de vista de los apóstoles, (la Iglesia que va en la barca), y los del Reino.
Por otra parte el miedo es algo natural en el ser humano, es un mecanismo de defensa ante lo desconocido, ante lo que no se domina, ante el futuro incierto. Los miedos atrapan, agarrotan y no dejan pensar con libertad y actuar con decisión, entran las dudas, se desvirtúa la realidad llegando a ver incluso fantasmas. Es en la barca, en la comunidad, donde purificamos el encuentro con Dios para no confundirlo con los muchos fantasmas que pueblan nuestro cristianismo: el catastrofismo, los nervios, los agobios, las crisis, las dudas, los temores y la sensación de ausencia de Dios. En ella, cada uno va fraguando, modelando y purificando un proceso que no debe confundirse con la búsqueda del éxito, la conquista del poder o la obsesión por el propio beneficio. La comunidad nos hace vencer el miedo.
Por otra parte el miedo es algo natural en el ser humano, es un mecanismo de defensa ante lo desconocido, ante lo que no se domina, ante el futuro incierto. Los miedos atrapan, agarrotan y no dejan pensar con libertad y actuar con decisión, entran las dudas, se desvirtúa la realidad llegando a ver incluso fantasmas. Es en la barca, en la comunidad, donde purificamos el encuentro con Dios para no confundirlo con los muchos fantasmas que pueblan nuestro cristianismo: el catastrofismo, los nervios, los agobios, las crisis, las dudas, los temores y la sensación de ausencia de Dios. En ella, cada uno va fraguando, modelando y purificando un proceso que no debe confundirse con la búsqueda del éxito, la conquista del poder o la obsesión por el propio beneficio. La comunidad nos hace vencer el miedo.
El evangelio de hoy tiene dos protagonistas, Pedro y Jesús. Al gritar “se asustaron y gritaron de miedo”, Jesús mismo se identifica: “¡Animo, soy yo, no tengáis miedo!”. Pedro sólo es capaz de pedir una prueba: “si eres tú…” y le pide un milagro, un signo. Dios pide confianza y los hombres la pedimos pruebas. Como en el caso de Elías, Pedro espera una manifestación grandiosa para creer, Jesús acepta la petición, pero de nuevo es Pedro quien, por su miedo no puede seguir adelante. La imagen de Jesús que agarra por el brazo a este Pedro dubitativo es la imagen de tantas personas que quieren creer pero no arriesgan, no confían. Buscan un prodigio de Dios, llegan incluso a tentar al mismo Dios, (me tienes que conceder esto y lo otro), y, cuando están a punto de hundirse, tienen que tender la mano hacia él.
“¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”, los apóstoles no habían orado, no habían tomado conciencia de cuál es la voluntad del Padre. La fe se mide en los momentos de prueba, es ella la que nos lleva, incluso a sucumbir antes que renunciar al ideal del Reino conforme a la voluntad del Padre. Esto es lo que no habían entendido los discípulos y los que no entendemos a menudo los cristianos. La invitación es apremiante, subir a la barca y, en comunidad, ir mar adentro y lanzarse a la aventura de la vida desde esa realidad acogedora y a la vez frágil, que es la Iglesia. Descubrirlo en el susurro de la brisa, estando atentos a lo pequeño, a lo insignificante, orando, ayudando en lo cotidiano, dejándose desconcertar, perdiendo los miedos. Sólo así al final podremos decir y postrarnos ante él como los de la barca, diciendo: “Realmente eres Hijo de Dios”.
Ciudad Redonda
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