Tanto se ha escrito sobre el Ébola en África durante estos últimos días que dudaba si ponerme a escribir sobre este tema, que en España ha suscitado un especial interés desde que se supo que el religioso español Miguel Pajares, de la orden de San Juan de Dios, estaba infectado. La cuestión es saber si puedo decir algo nuevo que no se haya dicho ya y no decir ningún disparate, puesto que yo de temas médicos no entiendo. Mi compañero de blog publicó ayer un post que comparto totalmente sobre la falta de compasión de las autoridades españolas, que dejaron en tierra a dos religiosas africanas a las que se podía haber traído a Madrid. Yo intento añadir algo nuevo
Cuando Gulu, en el Norte de Uganda, se vio afectado por esta epidemia de octubre de 2000 a finales de enero de 2001, yo trabajaba allí como misionero. La casa donde vivía se encontraba a dos kilómetros del hospital de Lachor, donde se aislaba a todos los pacientes sospechosos de estar infectados, y viví muy de cerca todo lo que ocurrió en aquellos meses, en los que murieron 224 personas de un total de 425 casos de infección registrados. Veinte de los fallecidos eran personal sanitario del hospital de Lachor, incluidos dos religiosas ugandesas y el propio director del centro, el doctor Matthew Lukwiya, que mostró un comportamiento que puede calificarse de heróico.
A pesar de todo el dramatismo que uno puede imaginarse en una situación así, recuerdo que por lo demás durante aquellos meses la vida siguió su curso con bastante normalidad. Uganda tiene un sistema de salud público bastante eficiente comparado por otros países africanos, y en cuanto se detectaron los primeros casos se activaron todos los protocolos necesarios, se llevó a cabo una campaña de información que llegó a todos los rincones y la gente supo desde el primer momento que para evitar el contagio se trataba de evitar el contacto físico, llamar a los equipos sanitarios cuando se detectara algún caso sospechoso en los poblados, abandonar ciertas costumbres tradicionales como lavar el cuerpo de una persona fallecida, lavarse con agua y lejía con frecuencia y no viajar fuera de la zona. Con unas autoridades involucradas en seguir estas normas de seguridad, los expertos del Centro de Control de Enfermedades de Atlanta presentes durante toda la crisis, y un personal sanitario convenientemente adiestrado y dedicado, en cuatro meses se consiguió erradicar el brote. Poco más se puede hacer en el caso de una enfermedad para la que hoy por hoy no existe un tratamiento efectivo ni una vacuna.
Desde que se identificó por primera vez el virus del Ébola, en el Congo (cuando aún se llamaba Zaire) en 1976, ha habido varios brotes y todos ellos en países africanos: además de Uganda, ha habido epidemias en la República Democrática del Congo, Gabón, Sudán y ahora en los tres países de África Occidental afectados: Sierra Leona, Liberia y Guinea Conakry (además de dos fallecimientos registrados en Nigeria), donde han muerto ya cerca de mil personas. Lo que diferencia a este último brote, además de su número de muertos mucho más elevado, es que es la primera vez que una epidemia de Ébola cruza fronteras y que nunca antes una situación así había estado tan fuera de control.
También ha sido la primera vez que ciudadanos occidentales han resultado infectados. Los primeros fueron el doctor Kent Brantly y la voluntaria Nancy Writebol, ambos norteamericanos. Cuando hay blancos de por medio todo parece más importante. Con ellos se va a probar un tratamiento experimental que, de momento, no está disponible para los afectados en África.
Entre las muchas cosas que he leído últimamente en los medios de comunicación españoles hay cosas que me sorprenden. El Ébola no se transmite respirando el mismo aire de una zona donde está la persona enferma, como ocurre con la gripe. Si no hay contacto físico, las posibilidades de contagiarse son nulas. Por lo tanto, no entiendo toda la alarma que se ha creado en España cuando se supo que el religioso español Miguel Pajares iba a ser trasladado al hospital Carlos III de Madrid, como si la presencia de este buen hombre en el centro sanitario vaya a crear un inminente peligro de contagio masivo en nuestro país. Cuando viví en Gulu en el año 2000 las personas contagiadas de Ébola estaban confinadas en un pabellón de aislamiento en un hospital donde, en el resto de sus instalaciones, se seguían realizando el resto de los servicios a los demás pacientes sin ningún problema.
El padre Miguel pajares, y la religiosa española (de origen ecuatoguineano) Juliana Bohi son dos de los muchos misioneros españoles que llevan décadas dejándose la vida para atender a los más necesitados en lugares dejados de la mano de Dios y de los que sólo nos acordamos cuando ocurre alguna tragedia que les afecta. El sacerdote español atendió hace pocas semanas a otro religioso de su comunidad: el hermano Patrick Nsahmbdze, de nacionalidad ghaneana, que no superó la infección y murió. No estaría de más recordar que instituciones como la orden de San Juan de Dios como muchas congregaciones religiosas y ONG españolas que trabajan en África, han sufrido los enormes recortes en cooperación efectuados por el actual gobierno de España, con la consecuencia de tener que reducir o incluso cerrar bastante de sus programas de ayuda a la población más vulnerable. No puedo menos que echarme las manos a la cabeza al enterarme que, por lo que leo estos días en los medios españoles, el gobierno tiene previsto pasar la factura del traslado del padre Miguel a la Orden de San Juan de Dios, que en Liberia lleva décadas realizando un trabajo de cooperación al desarrollo que ha dejado siempre el pabellón español muy alto, y no precisamente gracias a la cooperación oficial española.
Y, cómo no, no puedo evitar indignarme ante el hecho de que el avión medicalizado que envió el gobierno español no haya traído finalmente a las dos misioneras de la Inmaculada Concepción, Chantal Mutwamene –congoleña- y Paciencia Melgar -ecuatoguineana, por las que ni siquiera se interesaron cuando el equipo español llegó al hospital de la capital liberiana. Ambas trabajaban en el hospital de Saint Joseph de Monrovia, junto con los hermanos de San Juan de Dios. El avión tenía los medios para traerlos a nuestro país, y en el Carlos III podían haberlas acogido convenientemente. Que no vengan con historias de que en un caso así sólo se puede repatriar a ciudadanos españoles. Es lo menos que nuestro gobierno podía haber hecho como reconocimiento al personal de una institución que ha intentado contener la epidemia con sus pocos medios disponibles y que ha arriesgado su vida para salvar las de otros muchos.
José Carlos Rodríguez
En Clave de África
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