Imagínate que la vida fuera el escenario de un concurso donde tuvieras que demostrar al jurado y al público que tienes suficiente talento como para seguir adelante, que tú realmente sí que vales. Un foco se ilumina sobre ti, solo en medio del escenario; un teatro entero, que ya ha hecho un juicio sobre tu aspecto, contemplándote, en silencio, esperando tu actuación; y la mirada de un jurado que puede interrumpir en seco tu representación si esta no le gusta... Si aun así consigues llegar hasta el final, todavía te queda aguantar los comentarios críticos del jurado, que no ha perdido ojo sobre ti... ¿pasarás adelante o no?
No son pocos los que viven la vida de esta manera: bajo los focos de una sociedad que exige la mejor versión de ellos mismos para ser tenidos en cuenta, bajo la atenta mirada de un Dios que les exigirá responsabilidades por todos los talentos y expectativas que se pusieron en ellos al venir a este mundo. Si la vida fuera como este talent show y Dios fuera su jurado, cuesta poco imaginarle con el gesto de Risto Mejide: impasible, escondido detrás de unas gafas oscuras que tapan una mirada dura, dispuesto siempre a caer encima de quien no llega a la altura, sin dejar pasar a nadie que no lo merezca... ¿Y quién podría presentarse delante de la mirada de un Dios así?
Por fortuna, como dice el poeta Casaldáliga, al final del camino nos preguntarán si hemos vivido, si hemos amado. Y nosotros, sin decir nada, descubriremos nuestro corazón, ojalá que lleno de nombres. Así, si la vida es un concurso ganarían aquellos que más sirven y quienes más se entregan, aquellos que más aman a los que nadie más ama, aquellos que se ponen al servicio de los más pequeños y viven la vida desde esa intensidad, la de saber responder desde el agradecimiento. No hacen falta heroismos ni intentar convencer a nadie. Vayamos por la vida sin temor porque nuestro Juez nos ha amado primero y nos mira con los ojos de quien todo lo acoge en su amor.
Sergio Gadea, sj
pastoralsj
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