En la vida y práctica pastoral nos encontramos hoy día con situaciones difíciles de orientar. Parecen situaciones sin salida. Desde la perspectiva doctrinal se plantean como un conflicto entre la fidelidad de Dios y su misericordia. Me estoy refiriendo las personas que sufren una situación dolorosa en su relación conyugal. Han emprendido un proyecto de vida matrimonial sacramental, lo han hecho reconocer por la comunidad cristiana. Más tarde, por muy diversas razones, ese vínculo de vida y amor se ha roto. La vida en relación ha terminado. Pero los separados se han sentido en la necesidad y en la voluntad de emprender un nuevo proyecto matrimonial y familiar.
Vínculos rotos
Para los bautizados en Cristo y pertenecientes a la Iglesia, el matrimonio es uno de los sacramentos; representa, significa y comunica el amor fiel y entrañable de Cristo por su Iglesia. Esa fidelidad de Cristo es definitiva e irrevocable. El sacramento de la alianza fiel del Dios-amor con la humanidad encarna la fidelidad de Dios. Y ésta dura para siempre. Dios es fiel a sus palabras y a sus promesas.
El matrimonio surge allí donde se da una relación conyugal entre hombre y mujer; una relación de amor llena de pasión, de energía y de encanto. El amor romántico que se expresa en enamoramiento y apasionamiento por el otro, hace nacer las mejores potencialidades de la otra persona, su mejor generosidad, si mejor sensibilidad. Despierta la capacidad de soñar y de proyectar juntos; la capacidad de invertir esfuerzos en construir una relación de amor.
Pero la verdad es que ese apasionante proyecto de encuentro y convivencia, de comunicación corporal y sexual, pasa inevitablemente tiempos de desilusión y desencanto. La crisis de autoimagen tiene lugar también aquí. El realismo de la vida afecta a la energía y a la autenticidad del proyecto de amor para toda la vida. El “sí quiero” inicial tiene que desplegarse en muchísimos síes de la vida cotidiana. El sentimiento romántico de amor tiene que dar la mano a la decisión de amar. Por múltiples razones en algunas personas llega a marchitarse el sentimiento y a romperse la decisión. Es un fracaso; es una decepción. Produce sufrimiento. Las estadísticas muestran con claridad esta realidad dolorosa. La ruptura puede suceder como abandono por parte de uno de los cónyuges; el otro queda abandonado, sin poder hacer nada. Se ve forzado a esa situación.
Fidelidad, ¿cómo?
Si tras la ruptura de la relación recíproca, las personas deciden entrar en una nueva relación de pareja y se casan civilmente se colocan en una situación de imposible fidelidad a la relación primera que ha reconocido como sagrada, como significativa de un amor de alianza por parte de Dios. Además se ha comprometido con otra persona a construir una nueva relación de amor. ¿Es lícito decir que esta nueva relación es adulterio? Seguro que los interesados protestarían enérgicamente.
Para la vida pastoral de la Iglesia, ante la segunda etapa del Sínodo sobre la familia, el problema que plantean estas numerosísimas situaciones consiste en cómo conjugar la fidelidad a la palabra de Jesús y a la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio indisoluble con la experiencia evangélica de la misericordia de Dios que ofrece siempre la oportunidad de volver a empezar. La praxis actual de excluir de la absolución y de la comunión eucarística hace prevalecer la fidelidad a la palabra de Dios en Jesús sobre la misericordia del mismo Dios encarnada también en Jesús. ¡Lo que ciertamente no es conforme al evangelio es no ofrecer salida¡. Será necesario afirmar la misericordia de Dios también en estos casos. El amor tiene la primacía. “Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios! ¡Esta también es palabra de revelación!
Ciudad Redonda
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