En una carta remitida a los obispos de Chile, el Papa Francisco ha pedido disculpas a propósito de sus declaraciones sobre los escándalos y abusos en el seno de la Iglesia chilena. No es la primera vez que la Iglesia, sea por medio de diferentes pontífices u obispos, pide perdón por este y por otros muchos temas. En cualquier caso, no es habitual que un referente de talla mundial pida perdón, y más en un tema tan espinoso y complicado, donde no es fácil hilar fino.
A veces esto de disculparse se nos atraganta. Le ocurre a la Iglesia y a muchas instituciones, pero también a nosotros mismos. Se nos cuela en el subconsciente que es un signo de debilidad y de falta de autoridad. En otras ocasiones creemos que es señal de imperfección, y con ello nuestras palabras, obras, proyectos y responsabilidades pierden credibilidad, y nos creemos que no estamos a la altura. Quizás ante el error, siempre sale nuestro lado más infantil que busca echarle la culpa al otro y confundimos la explicación con la justificación, y donde podríamos cerrar heridas, al final las hacemos más profundas. Decidimos acelerar cuando en el fondo debemos frenar, agachar la cabeza y volver a empezar.
Aceptar los errores no nos exime de las responsabilidades, pero sí nos abre a los otros. Nos hace más humanos. En parte, la cantidad de veces que pedimos perdón objetiva la humildad con la que vivimos. Las personas incapaces de disculparse se acaban distanciando de los demás, porque de alguna forma se endiosan sigilosamente. Estamos llamados a la perfección, pero no la del que no comete errores, sino la del que vive en clave de misericordia, y en este caso el arte de la disculpa es una parte de ella. Francisco nos vuelve a dar una lección de vida: como Pedro, también se equivocó, pero supo descubrir a tiempo que el modo de Dios es el de la humildad que acepta y no el del orgullo que nunca se equivoca.
Álvaro Lobo sj
pastoralsj
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