La cruz nos sigue hablando, a creyentes y no creyentes. Es de esos símbolos que no deja a nadie impávido, ya sea para rechazarla, escupirla, adorarla o encontrar en ella un signo de contradicción, un icono asombroso de lo que el hombre es capaz cuando sobrepone su egoísmo antes que el amor. En tiempos de egoísmos y de estructuras vanidosas sigue siendo útil mirarla. Para algunos la cruz es una luz, para muchos quizás algo del pasado, algo molesto, algo que no vale la pena poseer.
Habiendo vivido una vez más el Viernes de la tristeza nos detenemos a pensar en los crucificados de hoy; pues como todo signo elocuente nos invita a pensar, a mirar al mundo desde allí. Y con ello a los traspasados de hoy, a los que seguimos rechazando y despreciando. Hablar de cruces es hablar de los pobres, de los marginados, de los miles de haitianos, y tantos otros, que llegan a Chile escapando de la miseria propia.
El Viernes Santo viene a constituirse en un “entre tiempo”, en una detención que interrumpe nuestras dinámicas del progreso, de carreras y ese crecimiento sin rumbo claro para mirarlos a ellos, para nombrarlos. ¿Acaso no es tiempo ya de nombrarlos? ¿De llamarlos por el nombre que nosotros mismos les hemos puesto? Inservibles, desechos, molestias, malvenidos, extraños, presos, ignorantes…
En ese universo de seres humanos hay muchos que cansados siguen sacando las fuerzas de su propia sobrevivencia de Aquel otro despreciado de hace más de dos milenios. No son pocos para los cuales sus vidas son un largo viernes. Cristianos o no, el Viernes nos recuerda que no todo está bien. Que estructuras ancoradas en Iglesias y Estados, en Gobiernos y Escuelas, en familias y empresas, en Ministerios y sistemas financieros siguen y siguen perpetuando el horror de miles. Mientras unos mueven miles de millones de pesos, otros machetean por un plato de comida. Festines versus mendicantes vagabundean por nuestras megapolis.
Chile no se queda atrás y si no nos damos espacios y tiempos de detención, pequeñas –pero importantísimas- interrupciones para revisarnos; para restituir relaciones malsanas, para sanar nuestros propios lenguajes y burocracias de perdición, nuestras vidas caen en el sinsentido, caen en ese espiral de una vida indigna que es empujada por acciones y acciones sin amor, sin cariño, sin tolerancia ni misericordia, sin preocupación por el otro que sufre.
Un tal Viernes murió un tal Jesús en un madero. En el abandono más extraño, en una soledad inesperada. Hasta los defensores acérrimos del laicicismo no deberían pasar de largo sin preguntarse al menos ¿Cómo fue eso posible? ¿Qué nos pasa como sociedad que seguimos levantando cruces estériles en hombros ajenos? Más allá de cualquier devoción y espiritualidad, las cosas no andan bien para miles de seres humanos. De lejos y de cerca. Vale la pena, una vez más, detenernos ante el Traspasado, mirar nuestras vidas y caminar con sentido, hacia horizontes (hoy tan desdibujados) que nos unan como pueblo, como comunidad de personas que desean una vida buena, digna y feliz.
La cruz se eleva en medio de nuestro país como un rehue sin hojas, como un madero desnudo que nos recuerda nuestros acomodos infecundos y la necesidad de decirnos: las cosas no tienen por qué ser así. Que podamos seguir caminando juntos en la pluralidad y diversidad inmensa que somos hacia un Chile mejor, más bello, más creativo y más humano. Sin tantos Viernes.
Pedro Pablo Achondo ss.cc:
Reflxiones itinerantes
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ss.cc. Chile
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