Friday, February 08, 2008

Entrevista al padre Peter-Hans Kolvenbach “Servir en todo a la misión de Cristo”


Entrevista al padre Peter-Hans Kolvenbach al final de su mandato como prepósito general de la Compañía de Jesús («La Civiltà Cattolica» n. 3782)
¿Cuál es su estado de ánimo al terminar su servicio de superior general?

Ahora que he llegado al final, mi estado de ánimo no es muy distinto del que tenía al principio de este largo servicio de superior general. El 13 de septiembre de 1983, la elección de mis hermanos en un primer momento me sorprendió, pero me dio también la confianza de que el Señor, que así lo había querido, me acompañaría en esa responsabilidad eclesial. Como había vivido muchos años en un Oriente Próximo explosivo, había aprendido a vivir en medio de situaciones conflictivas. Así estaría preparado para asumir el gobierno de la Compañía, en la que no faltaban en aquel entonces miembros cuya tensión con la Santa Sede era muy grande.
Verdad es que los padres Dezza y Pittau ya habían restablecido una relación de confianza con la Santa Sede. También es verdad que yo tenía que aprenderlo todo de la Compañía universal, ante tendencias secularizantes y ante una teología de la liberación cuya existencia era desconocida en el Oriente Próximo. Más grave era el hecho de que mi llorado antecesor, el padre Pedro Arrupe, no pudiera físicamente decirme nada de la aplicación del Concilio Vaticano II, a la que se había dedicado generosamente dentro de la Compañía y en la vida consagrada. Pero estaba la Curia, con tantas asistencias y secretarías que me iniciaron en la vida y en la actividad apostólica de la Compañía. Después, miles de encuentros, personales o por correspondencia, me han ayudado a cumplir con la misión que se me había encomendado. Si se camina siguiendo a Cristo por las sendas de Dios, nunca faltarán tensiones y conflictos. Pero nunca ha faltado tampoco la unión de los espíritus y de los corazones, sobre todo en los momentos más difíciles.
Estos 25 años son un tiempo largo, y ahora la Compañía necesita un nuevo arranque y sangre nueva. Las consecuencias de la edad contribuyen a formular este juicio por el bien de la Compañía. El Papa ha permitido benévolamente que la Congregación General debata y acepte el plazo de mi dimisión. Me voy igual que vine, reconociendo que el Señor ha querido servirse de su mínima Compañía para su mayor gloria bajo el estandarte de la cruz y bajo su Vicario en la tierra.

Su generalato ha sido largo (y no podía ser de otra manera, al haber sido elegido de por vida): ¿cuáles han sido los momentos más significativos para la Compañía durante estos años?

Resulta difícil responder en pocas palabras a esta pregunta, y ello no sólo porque los jesuitas trabajan un poco en todas partes en los cinco continentes, sino sobre todo porque, debido a su espiritualidad encarnada, son solidarios con todas las alegrías y las penas de la Iglesia y del mundo. El hecho más significativo es que la presencia eclesial y la misión de la Compañía mantienen su importancia. Ésta es muy consciente de que el Señor espera de ella una misión evangelizadora, clara y explícita, para la que se sirva de todos esos instrumentos apostólicos que son las numerosas instituciones educativas y los menos numerosos centros sociales, particularmente al servicio de los refugiados y de otras personas «transeúntes», y que son también y cada vez máas las parroquias y los centros de todo tipo, en los que se ha hecho muy palpable la irradiación de los Ejercicios Espirituales, que ayudan a cada hombre y mujer a encontrar su camino personal hacia a Dios.
Toda esta actividad apostólica resultaría inviable sin la colaboración de un número creciente de laicos, frecuentemente motivados por la espiritualidad ignaciana en su participación cualificada en la labor de la Compañía. Aun corriendo el peligro de no ser comprendida o aceptada, la misión de la Compañía mantiene el diálogo con el mundo de nuestro tiempo y se sitúa por vocación en las fronteras de la incredulidad o de la mala creencia para llevar a ellas la Buena Noticia del Señor.
Todo este servicio se presta en condiciones de fragilidad y precariedad. Aunque en algunos continentes no falten vocaciones —el número de novicios se mantiene en unos ochocientos—, en algunas regiones como el continente europeo el recambio resulta insuficiente y creará fatalmente problemas al desarrollo —o por lo menos al mantenimiento— de la actividad misionera. La próxima Congregación General deberá discernir cómo hacer frente a una tarea misional que sobrepasa cada vez más nuestras posibilidades reales, con el peligro inminente de que un esfuerzo sobrehumano por mantener toda esa actividad apostólica acabe ahogando su razón de ser: «Ayudar a las personas a encontrar a Dios en su vida», pues éste es su principio y fin, como decía San Ignacio.

En la vida de una orden, como en la de cualquier persona, existen momentos y opciones positivas y negativas: durante estos años, ¿cuáles han sido, en su opinión, las decisiones y situaciones que preferiría que no se hubieran producido?

Entre las muchas situaciones que sería preferible no haber conocido, quisiera recordar dos. En primer lugar, el ambiente lleno de inquietud y tensión en el que se ven obligados a trabajar todos los que quisieran servir a la Iglesia con su iniciativa, creatividad y estudio, particularmente los teólogos. Los papas —desde Pablo VI hasta Benedicto XVI, pasando por Juan Pablo II— han formulado el deseo explícito de que la Compañía mantenga una sólida formación para poder trabajar en los campos de actividad más destacados y difíciles, en el encuentro con las ideologías, en el frente de los conflictos sociales. Esta tarea profundamente misional, aun cuando asumida con un espíritu moderado y respetuoso con la fe, muy pronto ha acabado siendo objeto de protesta y de sospecha. Ya lo experimentaron Matteo Ricci y Pierre Teilhard de Chardin en el mundo científico, así como San Roberto Belarmino y el padre Henri de Lubac, despreciados al principio y apreciados y reconocidos después. Durante mi largo generalato, el magisterio de la Iglesia ha tenido que pronunciarse acerca de la labor pionera llevada a cabo en el marco del diálogo interreligioso, del diálogo con el mundo posmoderno, del encuentro con las espiritualidades de la India, de la actitud para con ciertos teólogos de la liberación. Tales intervenciones han permitido a dichas investigaciones teológicas situarse aún más correctamente con relación a la fe católica.
Cuando esas intervenciones de la Santa Sede alcanzan al gran público mediante la prensa y la televisión, faltan tiempo y espacio para decir toda la verdad, y los comentarios de los medios de comunicación ocupan con facilidad el lugar de un juicio competente. No hay que extrañarse, pues, de que los teólogos se desanimen respecto al ministerio que la Iglesia espera de ellos con vigor y creatividad.
Otro hecho que habría sido preferible que no existiera es la publicidad que se ha dado, especialmente en los países anglófonos, a los abusos sexuales cometidos por curas y religiosos. Resulta doloroso comprobar que, tras tantos años de investigaciones, no dejan de aflorar nuevos casos. Además del pecado grave que todo abuso sexual entraña y de la grave ofensa infligida a un ser humano —ofensa que exige su justa indemnización—, la funesta publicidad que la prensa parece dar de buena gana a semejantes hechos —sin duda alguna execrables— perjudica seriamente la credibilidad de la Iglesia y de la Compañía en su eficacia apostólica.

En su experiencia de superior general, también en el seno de la Unión de Superiores Generales, usted ha podido detectar cierto «cansancio» de la vida religiosa hoy, particularmente en las sociedades occidentales. ¿Qué signos necesita la vida religiosa para renovarse y para seguir siendo significativa para el Pueblo de Dios y para nuestro contemporáneos? ¿Es posible encontrarlos o habrá que esperar a que el Espíritu de Dios traiga a la Iglesia un nuevo santo fundador o reformador?

Yo no diría que la vida religiosa manifieste cansancio, sino más bien que se enfrenta a una nueva situación en la Iglesia. A partir del Concilio Vaticano II, los obispos ejercen su responsabilidad pastoral en comunión con todas las fuerzas vivas de sus Iglesias locales, y los laicos asumen, mucho más que en el pasado, su compromiso a favor de la Iglesia, particularmente en los movimientos eclesiales. En esta nueva situación, la vida consagrada ha perdido numerosos servicios que hasta ayer prestaba en régimen de exclusividad; ni siquiera la vocación a la santidad es algo específicamente suyo, pues todos están llamados a ella. En estas nuevas circunstancias, la vida consagrada se percibe más que nunca, con el Concilio, un «don del Espíritu a la Iglesia», con toda la gratuidad e incluso la precariedad que un don lleva consigo.
¿Qué quiere el Señor que seamos para su Iglesia? Aunque la Iglesia no quisiera perder todo lo que la vida consagrada hace y realiza, el don del Espíritu en toda esa actividad impresionante y ejemplar consiste en ser los religiosos, entre los hombres, los testigos vivos del Señor orante, como manifiesta la vida contemplativa; del Señor pobre, como manifiesta la tradición franciscana; del Señor en misión, como se hace presente en la espiritualidad ignaciana; del Señor cercano a toda miseria humana, como acontece en tantas familias religiosas dedicadas a la caridad espiritual y material. Con un regreso a esa fuente de la vida consagrada que es el Señor, el Espíritu sabrá indicar lo que debe renovarse y lo que ha de mantenerse al servicio de la Iglesia. Como la vida consagrada es un don, ninguna familia religiosa puede considerarse indispensable o eterna. Aún hoy el Espíritu suscita nuevas formas de vida consagrada como otros tantos nuevos dones a la Iglesia. La madre Teresa de Calcuta y Charles de Foucauld son sólo dos beatos, de entre tantos otros fundadores y fundadoras, que, impulsados por el Espíritu, iniciaron una nueva vida entre los consagrados.
Pero ser don implica también —como lo demuestran ampliamente la vida y la muerte de tantas familias religiosas— que en un momento determinado la Iglesia necesite otros dones. La desaparición de esta o de aquella familia religiosa seguirá siendo siempre para nosotros un hecho doloroso y misterioso que sólo cobra sentido en el misterio pascual, que siempre alumbrará a los hombres y mujeres que siguen al Señor más de cerca.

Durante estos años, la labor a favor de los refugiados del mundo, cuyo número crece día tras día, ha caracterizado ciertamente, por lo menos en cuanto a imagen se refiere, el servicio apostólico de la Compañía, al igual que la colaboración con los laicos (criticada por algunos por la forma en que se realiza). Recientemente, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha vuelto a invitar a todos a no abandonar la labor de evangelización y de anuncio. Respetando las opciones de la Congregación General actual, ¿qué espera usted de dicha labor?

La misión evangelizadora de la Iglesia es una responsabilidad única que se lleva a cabo en gran variedad de formas. San Lucas nos narra en su Evangelio cómo algunos enviados de Juan el Bautista le preguntan a Jesús: «¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?» (Lc 7, 19). Y el Señor contesta invocando sus actos y gestos en su diversidad: «Los ciegos ven, los cojos andan […] se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Lc 7, 22).
El papa Juan Pablo II «tradujo» esa misión de Cristo a nuestro tiempo escribiendo que el anuncio de la Buena Nueva pasa por las dimensiones esenciales del testimonio de una vida y de la proclamación de la Palabra de Dios, de la invitación a la conversión y del nacimiento de nuevas Iglesias locales, mediante el diálogo y la inculturación, viviendo el mandamiento nuevo del amor y comprometiéndose en la promoción de la justicia querida por Dios.
Lo que le preocupa a la Iglesia es que todas estas actividades se separen de su razón de ser, que es el anuncio de la fe, para convertirse en actividades tal vez buenas en sí mismas, pero en las que la misión evangelizadora ya no resulte claramente visible y sensible. La caridad cristiana no es mera beneficencia acompañada de alguna palabra evangélica. Proclama a Cristo cuando es siempre la primera que sale en ayuda sin esperar nada a cambio; cuando sirve a todos los hombres y mujeres, sin preferencias o exclusiones, y sobre todo cuando, al igual que Cristo, no se conforma con dar sus propias cosas, sino que entrega su persona, su vida por amigos y enemigos.
Ya el papa Pablo VI había hecho hincapié en una proclamación integral del Evangelio en el mundo de hoy, con vistas a que no se aislara o acentuara de manera unilateral una dimensión de la misión en detrimento de otra, o más concretamente para que no se separara la promoción de la justicia de su fuente, que es el anuncio de esa Buena Nueva que es Cristo.
La Congregación General habrá de valorar en qué medida todo el abanico de ministerios que la Compañía asume —educativos y científicos, pastorales y sociales— mantiene explícitamente la vitalidad y la proclamación de la fe, especialmente allí donde el Señor no es conocido o es mal conocido. Se trata de servir en todo a la misión de Cristo.

¿Cómo valora el estado actual de la Compañía en lo tocante a su unidad y cohesión, valor supremo según la inspiración de San Ignacio?

San Ignacio insistía en la unidad de la fe en las filas de los jesuitas, pero su gran preocupación era más bien la unión de espíritus y corazones en la Compañía. Desde el inicio, la Compañía quería caracterizarse y se caracterizó por la diversidad de naciones y culturas, de caracteres y de opciones apostólicas presentes en ell. Los primeros jesuitas gustaban de compararse con el conjunto de los apóstoles alrededor de Jesús, en el que Pedro no era Juan y Tomás no era Judas. Además, como aún hoy los jesuitas tienen el mundo entero como «casa» y están diseminados por las diferentes partes del mundo, es preciso, como ya escribía San Ignacio, procurar lo que puede ayudar a una unión «que hay que rehacer constantemente, pues mil razones hay para deshacerla». Inevitablemente, ha habido y habrá tensiones entre los jesuitas. También por ese motivo, San Ignacio y sus primeros compañeros viajaron a Roma para hallar en la unión con el Vicario de Cristo en la tierra, con el Pastor universal, los caminos que habían de recorrer y los que debían evitar.
Cuando el padre Arrupe, tras el Vaticano II, emprendió proféticamente el camino trazado por el Concilio, provocó fuertes tensiones en una parte importante de la Compañía, que pidió al papa Pablo VI el privilegio de seguir siendo jesuitas auténticos. El Papa resolvió la cuestión a favor del padre Arrupe, y aquella tensión no tuvo como consecuencia una división o separación. Como la espiritualidad de la Compañía está encarnada en la realidad de la vida, toda tensión en la Iglesia y en el mundo puede repercutir en la Compañía. Resulta casi un milagro —y es ciertamente un don de Dios— que, pese a la desconcertante diversidad presente en la Compañía, la unión de los espíritus y de los corazones siga siendo una suerte de «bien fuerte» en ese «camino hacia Dios» que es la Compañía de Jesús.

Un sector en el que la Compañía está implicada desde su fundación, si bien, como es lógico, con distintas modalidades con arreglo a tiempos y lugares, es el de la cultura, sector que usted ha acompañado durante su generalato. ¿Estima que la cultura sigue constituyendo hoy un instrumento al servicio de la evangelización, y de qué manera?

San Ignacio amaba las expresiones culturales de su época. Le gustaban la música y la danza, la literatura caballeresca y la caligrafía. Llamado a ser servidor de la misión de Cristo, amaba las grandes ciudades, en las que la población se esfuerza por elevar la cultura humana hasta la cumbre. Con una visión mística, veía a Dios trabajando y actuando en las culturas humanas.
De ahí el acercamiento positivo —aun cuando siempre crítico— a las culturas presentes en los lugares y ambientes en los que estaban destinados a trabajar. Los alumnos de los colegios recibían una educación cristiana que incluía también el humanismo clásico, las artes y el teatro. En su encuentro con las demás culturas europeas, los jesuitas no siempre han logrado integrarse realmente en una cultura ajena, con excepción de algunos ejemplos en China y en Latinoamérica.
Se ha necesitado tiempo para aprender la lección de la torre de Babel, en la que Dios rechaza el nacimiento de una cultura artificialmente uniforme para todos y pone su mirada en la fiesta de Pentecostés, cuando todos reciben y reconocen en su propia cultura las maravillas de Dios. Para llegar al corazón del hombre hay que atravesar por su particular ambiente cultural con sus rasgos positivos y negativos que a través de nuestra misión el Evangelio ha de alcanzar. Cada creyente tiene su propia fe inculturada que, en palabras de Juan Pablo II, no debe imponer al otro, sino proponerle en un encuentro intercultural en busca de nuestro único Señor.
Hablando con propiedad, nosotros no evangelizamos las culturas, sino que estamos llamados a llevar esa Buena Nueva que es el Señor a los hombres en su cultura, porque el Evangelio no habla sin tener en cuenta la experiencia cultural de cada uno. Sobre todo ante culturas modernas y posmodernas, secularizadas y agnósticas, estamos llamados a vivir en toda cultura humana la dinámica de la cultura de amor que el Señor no deja de fomentar y de crear en nosotros. Desde esta perspectiva, la cultura es más bien terreno que instrumento de evangelización.

Por último, una pregunta acerca de «La Civiltà Cattolica»: nosotros dependemos, desde un punto de vista religioso, directamente del superior general, además de mantener una vinculación especial con la Santa Sede, lo que hace de nuestra revista una obra «única» y especial en el seno de la Compañía. ¿Ve un futuro para nuestra labor o «los tiempos han cambiado» y tenemos que ir pensando en otras cosas, aun respetando nuestro estatuto pontificio?

Desde el 5 de abril de 1850, «La Civiltà Cattolica» presta a la Santa Sede el servicio de disponer de una revista en la que, en sintonía con el Vaticano, las palabras de los Sumos Pontífices puedan verse ilustradas y los hechos y gestos de la Iglesia tener un instrumento competente de comunicación.
Hoy en día las «noticias religiosas» forman más fácilmente parte de la actualidad, pero en los medios de comunicación faltan el tiempo y el espacio necesarios para expresar dichas noticias en toda su importanci. De ahí el recurso indispensable a las revistas, entre las cuales «La Civiltà Cattolica» ocupa una posición única gracias a su vinculación con la Santa Sede. Bajo este concepto, la revista se ha vuelto indispensable. Pero aunque puede contar con un público de lectores fiel y relativamente estable, corre el peligro de tener que hacer frente a la crisis generalizada de las revistas, provocada por una disminución del interés por parte del público y por la consiguiente reducción del número de lectores. Las revistas se ven obligadas a competir con muchas otras fuentes de información más accesibles y actuales. También «La Civiltà Cattolica» deberá prestar cada vez mayor atención a las transformaciones que se lleven a cabo en los medios de comunicación para adaptarse a ellas rápidamente, con vistas a seguir resultando interesante y a continuar con un éxito aín mayor su servicio al Pueblo de Dios.

(«La Civiltà Cattolica» n. 3782, 19-1-08; original italiano; traducción de ECCLESIA.) Agradecemos al director de esta revista la cordial autorización prestada para su publicación en nuestra Web)

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