Friday, November 09, 2012

El silencio no está de moda


Josep Rovira, cmf - Martes 06 de Noviembre del 2012


En el hemisferio norte parece como si el mes de Noviembre invitara al silencio: los días se hacen cada vez más cortos, fácilmente llueve, se asoman las primeras nieves sobre las cimas de las montañas, recordamos a nuestros queridos difuntos... En cambio, si algo parece claro en nuestra sociedad es que el silencio no está de moda..., ¿o sí?
Como se suele decir, tomemos al toro por los cuernos: la persona humana no está hecha para el silencio, la soledad, sino para el encuentro, el diálogo. Basta abrir la primera página de la Biblia para ver que, según Dios, el hombre es un ser comunitario: viene de otros, está con otros y para otros, gracias a otros. Dios mismo, cuando lo creó lo hizo comunidad: “... macho y hembra los creó... Sed fecundos y multiplicaos... Y Dios vió que estaba muy bien” (Gen 1,27-31); y cuando, poco más adelante, dice que primero creó al varón solo, Dios se dió cuenta de que algo no le había salido bien: “.. No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada...” y por eso creó a la mujer (Gen 2). Y la vivencia cristiana, su “disco duro”, es una experiencia de comunión (lJn 1,1-3).
Somos fruto del encuentro entre seres humanos y nos realizamos estando con los demás, tanto física como humana y espiritualmente. Cada uno de nosotros es el resultado, más o menos logrado, de la reciprocidad. Por lo tanto, ser significa co-ser, existir quiere decir co-existir. Somos la palabra y el gesto de amor de nuestros padres hechos carne, persona. No hay hombre sin hombres, ni cristiano sin cristianos. Toda persona, por el simple hecho de existir, es la negación y la condena más evidente de la soledad y el silencio. Somos hijos del encuentro, del diálogo. Así pues, en el centro de nuestra vida no puede haber el silencio, entendido como vacío, como puro y simple callar, como nada. En todo caso se podrá dar un silencio alternado con el diálogo, los gestos, las palabras...
Y a eso voy, porque es igualmente verdad que el silencio es una necesidad de la persona para encontrarse y reconocerse a sí misma, para ir en profundidad en su vida y en la de los demás. La falta de un cierto silencio en nuestra existencia nos hace superficiales. Nuestra cultura actual ha querido cancelar el silencio; vivimos sumergidos en un mar de ruidos: la radio, la televisión, la discoteca, el teléfono móbil, los disk-jey, la navegación internetaria, la contínua palabrería... Hay una frase que refleja bien el hablar de algunos: “Puede faltar el pensamiento, pero no la palabra”. Decía Martín Descalzo que el hombre moderno vive en el afán de aturdirse a sí mismo en medio del estruendo de nuestra sociedad. Y Madoz escribe: la megafonía se ha convertido en nuestra aliada inseparable. Se oye, pero no se escucha. Huímos con horror del silencio, porque lo confundimos con la nada. El silencio nos atemoriza porque nos da la sensación de desnudez e indefensión. Y así recurrimos al sonido de fondo de una radio o de una televisión enchufadas para crear una especie de telón de fondo, de “vida”, que nos proteja. Pero, el silencio se está vengando de nosotros produciendo vacío en las personas, superficialidad, palabras hueras..., el no saber quién somos, a dónde vamos, qué queremos. El ruido contínuo nos aleja de nosotros mismos, de nuestras preguntas de fondo... Tanto es así que para muchos hoy el silencio es el gran desconocido, el gran ausente, un vocábulo sin sentido; vivimos en una situación de contaminación rumorosa. Seamos sinceros, muchos huyen del silencio porque huyen de sí mismos; tienen miedo de bajar al piso de abajo, miedo de encontrar allí desorden, oscuridad, telarañas..., y no se equivocarían. Alguien ha dicho que si al principio de la Liturgia del día decimos: “¡Señor, ábreme los labios!”, muchos deberían más bien decir: “¡Señor, tápame los oídos!”.
Por otra parte, encontramos también en no poca gente lo que podríamos llamar la “nostalgia del silencio”, cansados de tanto rumor. De ahí la búsqueda de tranquilidad en la montaña, en el agro-turismo, en las visitas a conventos y monasterios buscando un momento de paz... Incluso, aquí en Italia, se ha dado el caso de que más de una discoteca ha creado una habitación insonorizada en medio de la música a todo volumen y... es más frecuentada de lo que uno se imaginaría.
En realidad –decía Martín Descalzo-, todas las cosas verdaderamente importantes ocurren en silencio: crecemos en silencio (el bosque crece en silencio: hace más ruido un árbol que cae que una selva que crece), soñamos en silencio, amamos en silencio, pensamos en silencio, vivimos en silencio, incluso la muerte se acerca a nosotros con pies de terciopelo. La nieve cae serena y silenciosamente, sin prisas, cubriendo con un manto protector la tierra de las heladas. Los grandes temporales de verano vienen acompañados de rayos y truenos, caen rumorosa y precipitadamente, hacen más mal que bien, aunque no lleven granizo (en este caso los destrozos son todavía mayores); para la cosecha, en cambio, sirve la lluvia lenta y tranquila del otoño, que no se dispersa sino que tiene tiempo para penetrar en la tierra, empaparla y fecundarla.
El silencio contribuye a regular la paz y la vida interior, facilita la introspección y el autoconocimiento; nos deja tiempo para poder discernir, dar sentido y profundidad a nuestros pensamientos, sentimientos y palabras..., a fin de que, cuando volvamos al encuentro y al diálogo con los demás, seamos realmente conscientes de lo que entendemos, sentimos y decimos. Con la consecuencia, no de empobrecer, sino de enriquecer aquello para lo que estamos destinados: el encuentro, el diálogo, el amor.
Existe pues un hechizo y un miedo del silencio. La persona humana, no obstante, para poder madurar necesita silencio y encuentro, escucha y palabra. Martín Buber contaba en uno de sus libros una historia sacada del Talmud: Un estudiante preguntó a un rabino: “Maestro, ¿por qué Dios no habla?”. Pero el rabino le respondió: “Sí, ¡Dios habla!; pero tienes tanto ruido dentro de tí y a tu alrededor que no logras distinguir su voz”. Yo diría que Dios –que es comunión (lJn 1,1-3)- ama el silencio cuando se trata de algo importante. Efectivamente, Cristo nació en medio del silencio de la noche (Lc 2,8), silencio interrumpido sólo por los vagidos de un bebé; y resucitó también de noche (Lc 24,1; Jn 20,1); en cambio, fue condenado y crucificado en medio del alboroto del mediodía (Mt 27). Las grandes solemnidades litúrgicas del año cristiano comienzan en la calma meditativa de las Primeras Vísperas, a las cuales sigue el silencio de la noche en espera de la alegría incluso externa del día después. El profeta Elías oyó una voz que le anunciaba: “El Señor va a pasar”. Salió a esperar. “Y vino un huracán..., un terremoto..., un fuego..., pero el Señor no estaba ahí. Después se oyó el susurro de una brisa suave..., entonces pasó Dios” (1Re 19,11-14). El Señor ama insinuarse, un amor que se ofrece sin forzar, con discreción; pero, para darnos cuenta de ello, necesitamos profundidad, escucha, atención..., y eso lo obtenemos sólo si logramos alternar palabra y silencio, encuentro y retiro..., si la piel de nuestro espíritu es capaz de notar el toque suave de la brisa, la voz de quien ama no a gritos sino con una palabra dicha a media voz y una sonrisa apenas insinuada.
En conclusión, ¿¡viva el silencio!? No; más bien, ¡viva el encuentro y el diálogo enriquecidos por la alternancia entre palabra, gesto y... silencio!
Permítanme acabar con una melodía titulada precisamente “El silencio”, sonada por el trompetista Nini Rosso. Hace referencia al silencio y soledad de quien se siente alejado de la persona amada, pero de la que está seguro de que volverá para reanudar el diálogo de amor.  

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