Hace varios años en un pueblo de la Guajira, zona apartada y semidesértica del norte colombiano, un compañero jesuita en formación vivió una situación que todavía me causa escalofrío cuando la recuerdo. Resulta que había varios jesuitas trabajando en la región y en una Semana Santa fuimos a colaborar en varios caseríos y pueblos de una de las parroquias que estaban a cargo de los jesuitas. Cada uno de los estudiantes de filosofía fuimos enviados a sitios distintos. Todos encontramos comunidades más o menos acogedoras y dispuestas a celebrar los días santos con más o menos entusiasmo. Sin embargo, en uno de los pueblos, la apatía se sentía en el ambiente y era fácil predecir que no habría mucha asistencia a las celebraciones, sobre todo porque no iban a contar con sacerdotes sino con seminaristas inexpertos que venían del interior del país.
En medio de este contexto, mi compañero se pasó los primeros días motivando a la población para la participación en las fiestas de la Semana Mayor. Aparentemente iría poca gente, pero él estaba seguro que algunos asistirían. Lo cierto fue que el Viernes santo, a las diez de la mañana, cuando se supone que comenzaba el Via Crucis, no llegó nadie. El día anterior había encargados para cada una de las catorce estaciones y los niños habían prometido que asistirían. Diez y media, y no llegaba nadie. Ni siquiera el sacristán apareció por ninguna parte... Ya desesperado, mi compañero decidió salir él solo, cargando con la cruz que habían preparado para que fuera llevada por grupos de una estación a otra. A las once y media de la mañana, cuando ya estaba saliendo con el alba puesta y la cruz a cuestas, llegó el sacristán completamente borracho, dispuesto a acompañar al padrecito en la procesión por todo el pueblo. En medio de un silencio canicular, como el sol que caía sobre las calles polvorientas de este pueblo perdido de nuestra geografía, mi compañero fue recorriendo todas y cada una de las estaciones del Via Crucis, escoltado por un borracho que apenas se sostenía en su vaivén embriagado...
Cuenta mi compañero que cuando pasaba por el frente de las tiendas o de las casas de familia donde estaban los pobladores esperando que fuera la hora del almuerzo, todos se quedaban mirándolo completamente absortos por el espectáculo tan ridículo que estaban presenciando. Creo que si García Márquez se enterara de esta historia, podría escribir una novela más de su colección de realismo mágico que no es superado sino por la realidad cotidiana de estos queridos pueblos de nuestra tierra.
Imagino a Jesús, fatigado y demacrado, después de una noche de torturas e interrogatorios, delante del Gobernador romano en todo su esplendor, discutiendo si él era el Rey de los judíos y si venía en nombre propio o en nombre de Dios a decir la verdad. Jesús tiene que dejarle claro a Pilato: “– Mi reino no es de este mundo. Si lo fuera, tendría gente a mi servicio que pelearía para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi reino no es de aquí”. Jesús sabe que es rey, pero su reinado consiste en decir la verdad: “Y todos los que pertenecen a la verdad, me escuchan”. Al celebrar esta Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, nos comprometemos con la verdad que él representa, aunque hagamos el ridículo, como mi compañero en aquel pueblo perdido de la Guajira colombiana.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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