Sunday, July 12, 2009

Lecturas y comentarios de la Primera y segunda lectura


LECTURAS
Domingo 15 del tiempo ordinario


AMÓS 7, 12‑15

Y Amasías, sacerdote de Betel, dijo a Amós: «Vete, vidente; huye a la tierra de Judá; come allí tu pan y profetiza allí. Pero en Betel no has de seguir profetizando, porque es el santuario del rey y la Casa del reino.»

Respondió Amós y dijo a Amasías: «Yo no soy profeta ni hijo de profeta, yo soy vaquero y cultivador de higos. Pero Yahveh me tomó de detrás del rebaño, y Yahveh me dijo: "Ve y profetiza a mi pueblo Israel."

Amós, nacido en el Reino del Sur hacia el año 750, comienza a hablar en nombre de Dios en el Reino del Norte, anunciando el castigo de Dios que se avecina (la destrucción del reino) y es recriminado por Amasías, sacerdote del santuario de Betel, que es el santuario nacional, controlado por el rey (el reino del norte tiene su culto y sus sacerdotes, independientes de Jerusalén).

Existe el gremio de los profetas, también “oficiales”, ligados a los templos, pero Amós no pertenece a él, y habla al pueblo anunciado el castigo de Dios por sus pecados y la destrucción del reino. Los sacerdotes oficiales rechazan al profeta no oficial, que no forma parte de los colegios de profetas, sino que habla porque Dios lo ha elegido.

Es frecuente en los profetas esta condición de “marginales”. No son sacerdotes, ni pertenecen a los colegios de profetas reconocidos. Son elegidos por Dios gratuitamente, sacados de sus oficios y llamados a anunciar la Palabra. Y es más frecuente aún que sean ellos los que comunican la verdadera Palabra de Dios, mientras los profetas que lo son por oficio no lo hacen.

Amós recrimina al pueblo y al rey sus pecados y les anuncia el castigo. El sacerdote oficial lo denuncia al rey, pues no puede tolerar que en el templo real se proclame una doctrina tan peligrosa (para el profeta y para él mismo, responsable del templo) pero (es un rasgo de delicadeza de Amasías) avisa al profeta para que huya y salve su vida.

El texto plantea un delicado problema, presente en las religiones y sobre todo en las religiones que tienen algo de oficial: molestar al pueblo o al rey, aun diciendo palabras verdaderas, incluso Palabra de Dios, puede ser un delito, conlleva un riesgo. En la Iglesia tenemos centenares de casos que lo demuestran.

Pero “lo oficial” puede no ser el rey sino la misma Iglesia. Es muy fácil que cualquier autoridad de la Iglesia no tolere ninguna palabra de crítica porque dé por supuesto que la Palabra de Dios no puede criticar a la autoridad (avalada por Dios).

Tal fue también, conviene no olvidarlo, la situación de Jesús, innovador de lo que se entendía como Palabra de Dios, sin ninguna autoridad personal reconocida por sus estudios o por su status, crítico de fariseos y doctores y asesinado finalmente por los legítimos sacerdotes del Templo.

Pero para nosotros, gente de a pie, se nos plantea otro problema, mucho más importante: ¿a quién hemos de escuchar? Si la autoridad oficial, para los del tiempo de Jesús los doctores y los sacerdotes, para nosotros el Papa y los obispos, pueden estar sometidos a crítica por un vaquero cultivador de higos o por un indocumentado carpintero de Nazaret... Y lo peor de todo es que la Escritura oficialmente aceptada por Israel y por la Iglesia da la razón a Amós y a Jesús y los tiene por Palabra de Dios, frente a la Religión oficial.

El tema es excesivo para desarrollarlo aquí, pero es necesario planteárselo. ¿Con qué criterio contamos para tener alguna seguridad? ¿Es suficiente que lo diga la autoridad legítima? Y respecto a los profetas “no oficiales” ¿es suficiente para descalificarlos que los rechace la autoridad legítima?


EFESIOS 1, 3‑14

Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la Persona de Cristo -antes de crear el mundo- para que fuésemos consagrados e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado en la Persona de Cristo -por pura iniciativa suya- a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya.

Por este Hijo, por su sangre, hemos recibido la re­dención, el perdón de los pecados. El tesoro de su gra­cia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche para con nosotros, dándonos a conocer el Misterio de su Vo­luntad. Éste es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegase el momento culminante: re­capitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra.

[Con Cristo hemos heredado también nosotros. A esto estábamos destinados por decisión del que hace todo según su voluntad. Y así, nosotros, los que ya espe­rábamos en Cristo, seremos alabanza de su gloria. Y también vosotros -que habéis escuchado la Verdad, la extraordinaria noticia de que habéis sido salvados, y habéis creído- habéis sido marcados por Cristo con el Espíritu Santo prometido, el cual -mientras llega la redención completa del pueblo, propiedad de Dios- es prenda de nuestra herencia.]

Hemos terminado las lecturas de la segunda carta a los Corintios. En adelante, hasta el domingo 21, leeremos la carta a los Efesios. La opinión más general entre los especialistas es que ni es una carta, sino un tratado, ni es de Pablo sino de un discípulo que imita su estilo, ni fue dirigida en su origen a los cristianos de Éfeso. Más que una carta, es un tratado, muchas de cuyas expresiones difieren fuertemente, en fondo y forma de los escritos más sólidamente paulinos. Tiene fuertes paralelos con la carta a los Colosenses, cuya autenticidad paulina es hoy también fuertemente discutida.

Hoy leemos el principio, una introducción o prólogo solemne, una especie de himno en que el autor da gracias a Dios por los dones recibidos, por el don supremo de ser hijos, por el Espíritu. De este texto dice la Biblia del peregrino que “es un párrafo dificilísimo, probablemente el más difícil del Nuevo Testamento”, y lo califica de “alarde –o maraña– gramatical”.

Me niego a aceptar que esta maraña pseudo-paulina se lea en la Eucaristía. Ni lo va a entender la gente (que lo va a oír sin más sin enterarse de nada) ni la inmensa mayoría de los curas lo van a explicar porque tampoco ellos lo entenderán, ni merece la pena que algún sublime teólogo le dedique diez minutos de sermón que acabarán liando a todos (incluso a él aunque no lo confiese).

Jesús hablaba en parábolas para que todo el mundo le entendiese. Y un día Jesús, “lleno de gozo en el Espíritu” dio gracias al Padre porque “ocultas estas cosas a los importantes y se las revelas a los sencillos”. Y nuestra gran teología católica se basa más en los complicadísimos Juan y Pablo que en las parábolas. No es bueno corregirle el estilo a Jesús. No es bueno, pero lo hemos hecho. Y así nos va.


José Enrique Galarreta, S.J.

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