Friday, July 31, 2009

El verdadero Ignacio de Loyola

Hoy celebramos la festividad de San Ignacio de Loyola, una figura tan genial como desconocida de la gente. No militar, sino gentilhombre y estratega, no duro sino tierno con la escondida ternura de muchos vascos, no asceta sino místico, como revela su diario espiritual, pero sobre todo creador de una espiritualidad con los pies en el suelo de “contemplativos en la acción”. Que vivió la soledad de los caminos, el desprecio de los pobres locos mendigos, el conocimiento del viajero y la ilustración o iluminación por la que llega a verse todo claro. Tuvo que habérselas con la Inquisición, pero tenía muy claro que si quería hacer algo en la Iglesia necesitaba la aprobación de su “modo de proceder” especialmente de sus Ejercicios. En su honor cuelgo aquí un fragmento de mi novela histórica El caballero de las dos banderas, en la que doña Catalina de Austria, hija de Juana la Loca, y “señora de los pensamientos” de Íñigo, cuenta su vida y la de su época.


Su pequeño ejército de leales bajo el estandarte de la cruz y la bandera del capitán Jesús estaba ya formado. La ilustración recibida en el Cardoner había madurado en una forma de vida cercana al evangelio. Su corazón parece estallar de alegría, mientra marcha hacia Roma: “En este viaje fue muy especialmente visitado del Señor, rogando a Nuestra Señor que le quisiese poner con su Hijo”.


Faltaban pocas millas para alcanzar la urbe, cuando Ignacio ve un pequeño pueblo, situado en un recodo que hacía la vía Cassia, “torciendo”, que por eso se llama La Storta, lugar de postas de las caballerías antes de entrar en Roma. Loyola divisó una pequeña iglesia medio destruida, entró, y, recogido en oración, le cuenta a su Señor todo cuanto lleva en el alma en aquel momento.


Y en el mismo instante le vuelve a ocurrir algo parecido a lo que sintió en Manresa, que irrumpe en su alma una gran ilustración que jamas podrá olvidar y que se apresura a comunicar a los compañeros que le aguardan junto al camino. Laínez lo recordaría toda su vida: “Viniendo nosotros a Roma por la Vía de Siena, nuestro padre, como quien tenía muchos sentimientos espirituales, me dijo que le parecía que Dios Padre le había impreso en el corazón estas palabras:” Yo os seré propicio en Roma”. Y no sabiendo nuestro padre lo que quería significar, decía: “Yo no sé qué cosa será de nosotros, tal vez seremos crucificados en Roma”. Después otra vez dijo que le parecía ver a Cristo con la cruz a la espalda, y al Padre Eterno cerca de Él que le decía: “Yo quiero que tomes a éste por tu servidor”: Y así Jesús lo tomaba y decía: “Yo quiero que tú nos sirvas”.


Ignacio acababa de recibir confirmación mística del Rey ante el que había velado sus armas en Monserrat; que le había ido conduciendo como un niño por los caminos del mundo, y que le había “recibido debajo de su bandera, pobre y lleno de oprobios”. Ahora sí, ya eran Compañía de Jesús.
Ya era una sola su bandera; pero su vida y su gente siempre tendrían que avanzar por el mundo como había sido el contraste difícil de su peregrinar, entre las dos banderas opuestas, al filo del riesgo, entre la sabiduría humana y el evangelio, entre las pasiones del mundo y el estilo sencillo de Jesús, en las intrépidas fronteras de la fe.Y él sí, en efecto, iba a ser crucificado en Roma. Pero de otra manera más profunda. Roma iba a ser su Jerusalén y en ella permanecería hasta la muerte. Establecerá una nueva orden sin hábito, sin coro, sin penitencias por regla, una “caballería ligera” a las órdenes del papa que se extendería como una mancha de aceite por el mundo, un grupo de “contemplativos en la acción “que intentarían juntar virtud con letras. En Roma esperaban nuevas persecuciones contra aquellos sacerdotes reformados que ”vienen huyendo de España y París y merecían como tales la hoguera”.


Lo más curioso de todo es que, después de una entrevista con el Papa pidiéndole que diera sentencia y declaración de su doctrina, Ignacio se encuentra en Roma precisamente con aquellos hombres que investigaron judicialmente su caso. ¿Recordáis? Figueroa de Alcalá, el dominico Ory de París, y más recientemente el Vicario General de Dotti en Venecia. “Yo os seré propicio” resonaba la cálida voz en sus oídos. Los testimonios de aquellos sus viejos perseguidores, ahora a su favor, serán decisivos. Ignacio se dirige con sus compañeros al viejo y experimentado Paulo III para, en virtud del voto de Montmartre, rendirle obediencia como cabeza de la Iglesia de Jesucristo y ponerse a sus órdenes. Tras esta decisión, devuelven los compañeros a sus donantes el dinero que les habían entregado con miras a la peregrinación a Tierra Santa. El papa mira con entusiasmo a aquel grupo de jóvenes universitarios dispuestos a todo.


Su Jerusalén será Roma y su horizonte el mundo entero. Ignacio ya no puede decir su primera misa, para la que se venía preparando durante todo un año, en la entrañable cueva de Belén. Pero busca otro pesebre, el que se conserva en Santa María la Mayor, y la celebró con alegría indecible la santa noche de Navidad. Ahora no tiene que añadir “como si presente me hallara”, porque en sus manos Dios ha recién nacido y él puede servirle toda la vida con los ojos llenos de lágrimas como lo que quiso ser siempre, “como un esclavito indigno”.Lo demás ya no es sólo vida de Ignacio de Loyola, que también es historia de la Compañía de Jesús. Muchas veces me pregunto qué habría sido de mi y de Íñigo, si yo hubiera podido vivir el sueño imposible de que mi caballero andante me hubiera rescatado finalmente de las tristes almenas del castillo de Tordesillas. Mas la respuesta siempre es la misma: No hay castillos ni grilletes, no hay sitios ni lugares, no hay circunstancias como las que nos impone nuestro propio corazón. Es algo que la muerte, mi compañera de vida, me ha ido mostrando.


Yo no he sido feliz, lo reconozco. Pero en este monasterio de Xábregas saboreo al fin una soledad que apacigua mi alma y me hace ver las manos de Dios en los sórdidos y misteriosos caminos de mi vida. Desde niña he intentado descubrir en ellos su mano y hasta hoy, cuando me confieso con fray Luis de Granada; él me dice. “Quedad en paz, señora, que no acierto a absolveros, pues no hallo en vos materia de confesión”. Con frecuencia recuerdo aquellas palabras que el padre Gonçalves de Cámara, el diligente portugués que puso por escrito las encantadoras memorias del peregrino. En los tiempos que se cuidaba de la educación de mi nieto don Sebastiao, me contaba anécdotas de Ignacio en Roma. Decía que muchísimas veces le vio paseando por el jardín, que a ratos detenía el paso y levantaba los ojos al cielo, meditabundo. Entonces, tras contemplar las estrellas, exclamaba:


–Heu! Quam sordet terra cum coelum auspicio.


También veo yo sórdido este mundo de luchas por el poder y el dinero, cuando contemplo el cielo. O cuando con el bastón señalaba las flores, las hierbas del jardín, una fruta o cualquier gusanillo y sus cansados ojos veían, más allá de todo, al Dios amor que habita como alma secreta e infinita el fondo de todas las cosas.


Como él, de igual modo paseo yo ahora por el claustro de las monjas y miro a las estrellas. En ellas veo reflejadas mis lágrimas, mis imposibles amores y mi seres queridos, desde aquel pobre muchacho de pueblo que se partió una pierna por verme de cerca junto a la ventana del castillo de Tordesillas, a mi madre y mis hermanos, conducidos por los férreos destinos de máquinas poderosas, lejanos y dilatados reinos, príncipes y guerreros ambiciosos. Pero sobre todo a mis pequeños hijos que misteriosamente apenas disfrutaron de vida. Y, en esos mágicos momentos, hago un acto de fe y doy gracias al cielo con la oración preferida de Íñigo “ponderando con mucho afecto cuánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí y cuánto me ha dado de lo que tiene y consiguientemente el mismo Señor desea dárseme en cuanto puede según su ordenación divina”. Y así le devuelvo todo el amor, con las hermosas palabras de mi caballero, “como quien ofrece afectándose mucho”:


“ Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; vos me lo distes, a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta”.


(P.M.Lamet, El caballero de las dos banderas, ed. Mz Roca. Raparecerá reeditada en 2010 por ed. Styria de Barcelona)


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