La familiaridad tiende a opacar los sentidos. Los lugares tienden a perder su magia. Aceptamos a las personas por lo que parecen ser, y a veces tomamos a Dios como conocido. Debemos volver a mirar nuestro entorno familiar: las calles arboladas de nuestras ciudades; los ríos, arroyos y canales; las criaturas de los bosques y los campos; las aves del cielo; las personas con las que vivimos o encontramos en el trabajo o en el descanso, y veamos en todas ellas algo de belleza y bondad. Si yo perdiera mi vista, ¿cómo desearía ver la textura, el color y el movimiento de mi entorno? Señor, abre mis ojos y mi corazón para poder ver tu Amor en el mundo...
Espacio Sagrado
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