Monday, November 12, 2012

EL CURA OBRERO: Carlos Rodríguez Rivera, jesuita


Activista. Carlos Rodríguez muestra documentos sobre Pasta de Conchos, en una entrevista con El Siglo de Torreón en 2011.


CARLOS RODRÍGUEZ RIVERA
El trabajo manual ayudó a rehacernos como sujetos y como jesuitas. Rompió nuestro orgullo (...) nos hizo más humildes y realistas ”.— CARLOS RODRÍGUEZ, Sacerdote


De reciente publicación, el libro “Ovejas Negras” presenta perfiles de obispos y sacerdotes católicos “rebeldes”, como Samuel Ruiz, Raúl Vera y Alejandro Solalinde. Entre ellos se encuentra un lagunero, el jesuita Carlos Rodríguez Rivera, reconocido por su lucha a favor de los derechos laborales. Con permiso del autor, reproducimos este capítulo.
La mano callosa lo envolvió como un guante de piedra, estrechando su mano suave de estudiante, apenas requerida para el fútil trabajo de pasar las páginas de los libros y empuñar el lápiz para escribir versos. Ese contacto de cuero endurecido contra su piel de seda -nada más que un saludo de buenos días, una impresión sensorial de unos cuantos segundos- provocó un escalofrío en su cuerpo y retumbó como un golpe de mar en su cabeza, desatando preguntas y reconstruyendo el curso entero de su vida.
Carlos Rodríguez Rivera, el hombre de las manos finas, era un alumno de 19 años del noviciado de la Compañía de Jesús, ubicado en Lomas de Polanco, una colonia industrial de Guadalajara a donde cientos de jóvenes acudían todas las mañanas a laborar en las fábricas y se cruzaban en el camino con los aspirantes a frailes durante las horas frías del amanecer. Carlos llama "interpelación" a ese apretón de manos, la primera que definiría su vocación obrera.
Desde 1991, Carlos Rodríguez era el coordinador del Centro de Reflexión y Acción Laboral (Cereal), una organización especializada en la defensa y promoción de los derechos humanos laborales y, en esa calidad, el enlace de esas organizaciones obreras independientes con los pocos medios de comunicación que les prestaban algún interés. El Cereal era una oficina de asesoría política, defensa jurídica, solidaridad moral y formación para los trabajadores que quisieran luchar por mejores salarios y democracia sindical.
La inevitable pareja
Carlos Gerardo Rodríguez Rivera nació en Torreón en 1959. Pudo haber elegido la vida aburguesada del sacerdote jesuita. Con su talento, habría sido enviado a cursar posgrados en Georgetown University, Washington, o en la Universidad Gregoriana de Roma, ambas pertenecientes a su congregación. Se habría graduado con honores y habría dedicado su existencia a la teología y a la literatura, adobada con viajes por el mundo y buenos vinos en su mesa.
Sin embargo, renunció a esa comodidad que le ofrecía su orden religiosa y optó por una cruz que lo condujo a la pobreza y el desempleo, al enfrentamiento con el Estado mexicano y sus más célebres caciques -Fidel Velázquez, Carlos Romero Deschamps, Napoleón Gómez Urrutia-, a la convivencia con la muerte de los mineros de carbón y, finalmente, a cohabitar con la derrota como una pareja inevitable: en cada movimiento, en cada huelga, en cada lucha.
Inédito en la Iglesia católica mexicana, Carlos Rodríguez -con otros cinco jesuitas- se convirtió en "cura obrero". Al mismo tiempo que se adentraba en la espiritualidad de Ignacio de Loyola -el fundador de los jesuitas en el siglo 16- fue trabajador manual durante siete años: chalán, pulidor, soldador y tornero, para luego profesionalizarse como un defensor de lo que la Organización Internacional del Trabajo denomina "derechos humanos laborales" y asesorar, dirigir y acompañar a proletarios manufactureros, petroleros disidentes, mineros esclavizados y cuantos trabajadores reclamaran mejores salarios y libertad sindical.
La Llamada
¿Y cómo había llegado ahí?
Carlos Rodríguez Rivera había estudiado en un colegio privado dirigido por sacerdotes jesuitas en su natal Torreón, el colegio Carlos Pereyra, o "La Pereyra", en donde transcurrieron sus años desde la primaria hasta la preparatoria. Su padre era contador de una empresa harinera y su madre una ama de casa con estudios de Derecho. De carácter serio y protector, desde pequeño Carlos se tomó en serio su papel del mayor de cuatro hermanos -así lo recuerda Óscar, su hermano-, aunque no carecía de aficiones: era portero y defensa en el equipo escolar de futbol y poseía un rasgo peculiar: le gustaba escribir.
Los Rodríguez Rivera, como el resto de los niños de La Pereyra, tenían la vida resuelta. Los padres jesuitas del colegio, sin embargo, se preocupaban por mostrarles la pobreza del país y darles un sentido social a su formación, como en 1968, cuando una inundación en la zona conurbada de Torreón afectó a las comunidades de la región. Los religiosos jesuitas alentaron a los alumnos y padres de familias a solidarizarse con los campesinos afectados, a quienes proveyeron de alimentos y con quienes instalaron talleres de producción de manufacturas artesanales mientras se recuperaban las tierras. Una de las más comprometidas fue Magdalena Rivera, lo que dejó una primera huella en sus hijos Carlos y Óscar.
Además, los jesuitas llevaban a la Sierra Tarahumara a los alumnos de La Pereyra -los hermanos Carlos y Óscar entre ellos- a que conocieran la pobreza del México indígena y trabajaran como voluntarios en la evangelización y sus diversos proyectos sociales. En la Tarahumara, Carlos Rodríguez sintió una llamada en la gracia -como la llama él mismo-, la vocación de convertirse en religioso jesuita. Al terminar la preparatoria, el 18 de agosto de 1978, ingresó al noviciado de la Compañía de Jesús.
Su hermano Óscar lo habría de alcanzar un año después, también impactado por la experiencia en la Sierra Tarahumara, aunque Óscar se decantaría hacia el trabajo indígena hasta llegar a ser el superior de la misión jesuita en Bachajón, Chiapas, en las comunidades de lengua tzeltal en el sureste de México y zona de influencia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.
Carlos y Óscar, entendieron sus ministerios religiosos como una inculturación. Óscar se insertó en la cultura indígena tzeltal, aprendió la lengua y se fue a vivir a Chiapas. Carlos se inculturó en el mundo obrero: a través de la proletarización aprendió su lenguaje y sus códigos y adoptó, hasta hoy, la vestimenta de un trabajador, con sus irremplazables botas mineras y su chamarra de mezclilla.
Fábricas
Carlos Rodríguez escribió dos libros con su testimonio obrero: Esto es un grito (Cereal, 1992) y A menudo he pensado en otra historia (Colegio de Estudios Teológicos, 2001). En el primero, cuenta un relato desgarrador desde el interior de la fábrica y se despoja de su biografía de jesuita para asumir, por completo, la voz de un obrero común y corriente, despolitizado y sin mayor búsqueda espiritual. Y, paradójicamente, lo consigue a través de una prosa poética con momentos de bella literatura.
En "A menudo he pensado en otra historia", Rodríguez desarrolla una lectura teológica de lo que él llamó "la derrota obrera" de la década de 1980 en adelante. En ese libro sí habla el teólogo jesuita que, a partir de su experiencia de proletarización, elabora una teoría jesuítica sobre el trabajo, la explotación y la salvación.
Ahí, Rodríguez cuenta las lecciones políticas de la inmersión en el proletariado:
"El trabajo manual ayudó a rehacernos como sujetos y como jesuitas. Rompió nuestro orgullo e ingenuidad, cierta candidez y cierto idealismo, o cuando menos los estrelló en cuanto que nos hizo más humildes y realistas: 'no podemos con todo lo que creíamos'. Nos invitó a asumir que la vida es dura y aún más dura para los pobres. Experimentamos a un Dios crucificado y una sociedad crucificada por la injusticia estructural: la primacía del capital sobre el trabajo. Al compartir el trabajo manual descubrimos la moral de resistencia de los trabajadores, válida y purificable a la vez. Tal experiencia la vivimos como un gran don del Padre, aunque doloroso".
Como obrero pasó los tres años que los jesuitas llaman de magisterio -un periodo de trabajo social al terminar los estudios de filosofía- y tres años más mientras estudiaba teología: en aquellos años era cuando tenía que llegar temprano a clase después de trabajar el turno de la noche.
Hacia fines de 1990 el equipo volvió al discernimiento entre quedarse para siempre en los centros de trabajo o fundar un centro especializado de apoyo a los movimientos obreros. Optaron por la segunda opción. Dejaron las fábricas y fundaron el Centro de Reflexión y Acción Laboral (Cereal), que adoptó el concepto de derechos humanos laborales que son básicamente tres: derecho al empleo estable, derecho al salario suficiente y derecho a la libertad sindical.
Mineros
Lo vi por primera vez frente al número 400 de la calle Campos Elíseos, Polanco, uno de los barrios más exclusivos de la Ciudad de México. Una torre de vidrios-espejo albergaba las oficinas del Grupo México. En sus muros se reflejaban el obispo Raúl Vera López y el sacerdote jesuita Carlos Rodríguez, parados sobre un templete precario, celebrando una misa en plena calle la mañana del 19 de septiembre de 2007. Ante ellos, sentados en sillas de plástico, una decena de deudos de mineros de Pasta de Conchos, en Coahuila, seguían la ceremonia en silencio.
Diecinueve meses atrás, el 19 de febrero de 2006, una súbita explosión había provocado un derrumbe en la mina Pasta de Conchos, en el municipio de San Juan de Sabinas, estado de Coahuila, que había sepultado a sesenta y cinco trabajadores. Grupo México, la empresa concesionaria de la mina. Su dueño, Germán Larrea, quien pertenecía al exclusivo club de multimillonarios de la revista Forbes, se negó a proseguir las labores de rescate de sobrevivientes, si los había. Después cerró toda posibilidad de recuperar los cuerpos.
Sólo se recobraron dos cadáveres de trabajadores que estaban cerca de la superficie al momento del accidente. Los gobiernos de Vicente Fox y Felipe Calderón respaldaron a la empresa.
Desde el momento del derrumbe, Raúl Vera López -obispo de Saltillo, la diócesis vecina a la zona carbonífera en donde se ubicaba Pasta de Conchos- llamó al Cereal para que apoyaran a los mineros.
Hasta 2006, el Centro de Reflexión y Acción Laboral se había enfocado en trabajo con disidentes de los sindicatos del petróleo, la electricidad y de la educación, además de obreros manufactureros del Valle de México. El derrumbe en Pasta de Conchos les abrió una nueva veta de inserción política: los mineros del carbón, que viven en condiciones de "esclavitud moderna" término que la Organización Internacional del Trabajo ya reconoció aplicable para los trabajadores mexicanos de la industria carbonífera.
Cristina Auerbach, del Cereal, describe las minas del carbón de Coahuila como un inframundo para los trabajadores mineros. Desde el accidente de Pasta de Conchos, dice, 65 obreros habían muerto hasta mayo de 2012 -la misma cantidad de los muertos el 19 de febrero de 2006- y decenas han sido mutilados dentro de las minas.
Los días 19 de cada mes, se celebra una misa frente a Grupo México para protestar por el derrumbe y la sepultura forzosa de 63 cadáveres en el fondo de la mina. Si el obispo Raúl Vera se encuentra en México, él preside la misa. De lo contrario la celebra el sacerdote jesuita Carlos Rodríguez.
El vicario de Cristo
Carlos Rodríguez pasa su día entre la oficina del Cereal, las juntas de conciliación y arbitraje laboral, reuniones y mítines. De noche vuelve a casa, a una comunidad con religiosos y sacerdotes jesuitas en la céntrica colonia Cuauhtémoc del Distrito Federal.
Hace algunos años, Carlos quiso dejar esa vida entre varones, abandonar el ministerio religioso y, quizá, hacer una vida en pareja, sin que ello implicara renunciar a su militancia por los derechos de los trabajadores. Pero su superior religioso lo puso contra la pared: si renunciaba al sacerdocio, entonces la Compañía de Jesús cerraría el Centro de Reflexión y Acción Laboral. Continuó como sacerdote jesuita.
Carlos no revela su filiación religiosa a los obreros -aunque tampoco la oculta. Aun cuando el centro y origen de su militancia es el Evangelio, la defensa de los derechos humanos laborales la ubica más allá de cualquier proselitismo religioso. Sin embargo, la decisión de volcarse hacia los obreros y convertirse en uno de ellos durante siete años, surgió justamente del Evangelio.
"Descubrimos que seguimos al hijo de un carpintero que vivió de sus manos, y la mayor parte de su tiempo la pasó de manera anónima buscando el sustento. Los primeros apóstoles son un grupo de trabajadores, de pescadores", dice.
-¿La Iglesia es fiel al Concilio Vaticano Segundo? -le pregunto.
-La Iglesia es infiel al Evangelio. El Evangelio de Mateo dice que los vicarios de Cristo son los pobres y los hambrientos y los que padecen injusticia. La Iglesia es infiel al verdadero vicario de Cristo, que son los pobres de la tierra, no el Papa.
"No puede seguir esa gerontocracia gobernando. Nada tiene que ver con la frescura del grupo apostólico de la primera hora. Una mayoría de jerarcas está metida en sí misma, temerosa del compromiso, asustadiza ante las consecuencias de revelar a la persona de Jesús. La Iglesia está secuestrada por la obsesión con la moral sexual y sólo puede ser liberada a través de tocar el sufrimiento del pobre".

Apunte biográfico

Nació en Torreón en 1959.
* Estudió hasta la preparatoria en la escuela Carlos Pereyra y entró al noviciado de la Compañía de Jesús en 1978.
* En 1991 fundó el Centro de Reflexión y Acción Laboral.
* En 1992 fue ordenado sacerdote por el obispo Samuel Ruiz.

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