Viaje por la “favela” de Buenos Aires que frecuentaba el “Padre Jorge”
PAOLO MASTROLILLIBUENOS AIRES
Si el tango es «un pensamiento rriste que se baila», la gente de Villa 21 -24 tiene todo el derecho de estar girando todo el día por la calle. Para bailar la propia desventura. Droga, violencia, enfermedad, pobreza. Cualquiera de los problemas que nos pasen por la cabeza lo podríamos encontrar entre los callejones de las “villas miserias”, las “favelas” de Buenos Aires. «En cambio, nuestro sentimiento –jura el padre Toto– es la alegría, porque el padre Jorge se ha convertido en Papa y ahora los humildes tienen un amigo en Roma».
La leyenda de Francisco hay que venir a buscarla aquí, en el garage tapizado de murales que alberga la parroquia de Nuestra Señora de Caacupé, la Iglesia dedicada a la Virgen de los inmigrantes paraguayos. En Charrúa también está la de Copacabana, venerada por los “bolitas” (los inmigrantes bolivianos), o la argentina de Luján. «La última vez que Bergoglio estuvo aquí –cuenta el padre Toto– fue el 8 de diciembre del año pasado. Nunca faltaba a la fiesta de la Virgen. Era uno de casa, celebraba misa, daba los sacramentos, bendecía hasta las fotos, y después comía con nosotros el locro». A Jéssica Araujo se le humedecen los ojos cuando recuerda el pasado 10 de noviembre: «la Primera comunión de mi hijo Maxi. Las cosas que pasan... quedé embarazada a los 15 años y me cambió la vida; tuve que dejar los estudios. Llegó este señor vestido normal, debió haber llegado en autobús, porque nunca vi coches lujosos afuera. Y luego se vistió de sacerdote. Entonces lo reconocí: Padre Jorge, que había venido a darnos la Primera comunión».
Como ella hay decenas de personas en la pequeña oficina de la parroquia con techo de lámina: una enseña la foto del entonces cardenal con su marido en la escuela nocturna; otra la confirmación de una joven muchacha ciega. «Uno de nosotros», insiste el padre Toto: «Un religioso de corazón, sin oropeles. Imagínese, ayer le habló al arzobispo para felicitarlo por el cumpleaños de una empleada. La pobrecita se conmovió y se puso a balbucir: “¡ya no sé ni cómo llamarlo! ¿Es él, padre Jorge, no?”. Cuando ibas a su oficina, veías algunos paquetes de spaghetti cerca del escritorio, porque comía ahí y normalmente se cocinaba solo. La última vez que lo busqué, antes del Cónclave, me servía su firma urgentemente para un documento: “de acuerdo, me dijo, pero tienes diez minutos de tiempo para explicarme todo, porque estoy por partir hacia Roma”».
Este es el espacio de la misión de Francisco, entre estas calles en las que la policía tiene miedo de pasar la noche. «Nació en el barrio popular de Flores –cuenta el fraile franciscano Carlos Trovarelli– y nunca ha dejado de ser un hombre del pueblo». Aquí también nacieron sus problemas, con todo y las acusaciones por no haber obstaculizado lo suficiente a la dictadura militar. Dos sacerdotes jesuitas, Orlando Yorio y Franz Jalcis, justamente trabajando en las villas, atrajeron la atención del gobierno que los mandó secuestrar. Según los que critican a Bergoglio, como Horacio Verbitsky, el no siempre los defendió, tal vez por divergencias políticas bastante comunes durante la época del tercermundismo y de la teología de la liberación; según los que lo defienden, como el Nobel por la Paz, Adolfo Pérez Esquivel, trabajó en silencio para liberarlos e incluso llegó a pedir al cura de Rafael Videla que se fingiera enfermo para sustituirlo durante la misa y así poder entrar a la casa del dictador para tratar de convencerlo. «En esa época –dice el padre Facundo Beretta Lauria, orgullosamente calabrés– yo era un chico. Lo que vi con mis ojos fue cómo reaccionó cuando los narcos amenazaron de muerte a mi colega el padre Pepe, porque quería alejar de nuestras calles el “paco”, la droga que se hace con los residuos de la cocaína y que se la dan a los muchachos. Alzó la voz y después dijo “llámenme en cualquier momento, para lo que sirva, porque de esta historia me ocupo yo personalmente”».
Francisco cambió la historia entre estos callejones: «Hace tiempo –dice el padre Facundo, que lleva sandalias, pantalones de mezclilla y una camisa de sacerdote desabotonada hasta el cuello– había malos entendidos: la política se mezclaba un poco por todas partes. Ahora, cuando viene a vernos, Bergoglio insiste siempre en la misma cosa: “No se cansen nunca de ser misericordiosos”. Y tiene razón, porque cuando unes la fe a la solidaridad, incluso en las villas miseria, comienza la fiesta». Toto, Pepe, Facundo hacen de todo: misas, bautismos, matrimonios nocturnos, educación nocturna, excursiones, partidos de fútbol, asistencia médica, peticiones para acceder a la electricidad, comedores... Todo en nombre de la misericordia, que no necesita etiquetas políticas para hacer milagros. «Cuando Bergoglio se convirtió en arzobispo –explica Facundo–, en Buenos Aires había en total 6 curas villeros, es decir sacerdotes que vienen a vivir a los barrios de mala fama. Ahora son 24, porque él nos apoya con hechos, y viene a trabajar en medio de la calle con nosotros. Celebra misas para prostitutas en la Plaza Constitution, visita a los enfermos de Sida, y también tiene relaciones con las familias de los desaparecidos, esperando que la verdad nos haga libres. Pero, como dijo Francisco, no somos una Ong, y todo esto hay que hacerlo en nombre de los principios de la fe».
Cuentan que una vez Bergolgio fue a estos barrios y le preguntó a los fieles: «¿La Iglesia solo es un lugar abierto para los “buenos”?». La respuesta, como ovación: «¡Nooooooooo!». «¿También hay sitio para los “malos”?». Respuesta: «¡Síííííííííííí!». «¿Echamos a alguien de aquí porque es malo? No, al contrario, lo acogemos con más afecto. ¿Por qué? Nos lo enseñó Jesús». «Es por eso –dice el padre Toto– que nosotros los humildes estamos alegres. La Iglesia necesita redescubrir este espíritu».
Vatican Insider
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