No es sorprendente que no le reconocieran en un primer momento… No le esperaban, le habían visto entregar su alma. Ese maestro que las había respetado y considerado en pie de igualdad, sin preocuparse de la ley judía _tan dura con las mujeres_, ese maestro había desaparecido.
Al cabo de tres días de intenso duelo se les aparece para confiarles una misión: ir a anunciar a los Once que Él estaba vivo y les precedería a Galilea. Un hecho singular en el que merece la pena deternerse: son las mujeres las enviadas a anunciar semejante noticia. ¡Inconcebible para aquella época que fueran precisamente las mujeres las enviadas y portadoras de un mensaje público! Aquellas mujeres, por lo general, no podían moverse solas y necesitaban el aval de un hombre para que resultar creíbles. No obstante, Él las hace sus mensajeras.
¿Por qué les pidió a las mujeres que fueran las portadoras de su mensaje? Incluso sin saber exactamente lo que Jesús pensó y sintió, sí nos podemos tomar la licencia de aventurar algunas respuestas. La primera es que las mujeres tenían corazón; son numerosos los textos que nos los recuerdan. Ellas no buscaban el poder, ni el mejor puesto; ningún texto menciona semejante actitud entre ellas. En general, fueron bastante discretas. Todo lo que deseaban era “vivir con él” como todo discípulo verdadero (MC 3, 14). Además, Jesús podía tener la certeza de que en sus manos el mensaje llegaría. Normalmente, cuando tenemos una noticia importante intentamos que llegue a sus destinatarios a través de personas en las que podemos confiar. Cuando tenemos la certeza de que harán lo que les hemos pedido, que se dedicarán con todo su corazón y toda su inteligencia a la misión confiada; exactamente lo que hicieron estas mujeres. Jesús las conocía y sabía que no escatimarían energías para que su mensaje se transmitiera.
Nos podemos preguntar de dónde sacaron fuerzas para llegar hasta el final, para esperar en conta de toda esperanza. Probablemente de su propio interior. Su impulso vital no nos soprende. Actúan de forma similar a todas esas mujeres de hoy en día que, para transmitir el mensaje, dinamizan comunidades cristianas sin el reconocimiento que les ototgaría el ser ordenadas. Asumen responsabilidades similares a las de sus hermanos varones sin poder ofrecer a sus comunidades el alimento saramental, en especial la eucaristía que la Iglesia sitúa en el corazón de la vida cristiana.
A aquellas mujeres, testigos de la Resurrección, no las creyeron cuando anunciaron que Jesús estaba vivo. No valía la pena. En cierto sentido hay una analogía con la situación que se da en la actualidad. A las mujeres dentro de la Institución eclesial católica no se las escucha, salvo que pasen ciertos filtros impuestos y decididos únicamente por varones. Y para algunos de ellos, desgraciadamente, la mujer sigue siendo impura, sigue sin ser una igual aunque se predique lo contrario. Ellas siguen sin ser escuchadas, sobre todo cuando afirman que sienten la llamada a proclamar la Palabra de Dios, llamada similar a la de sus hermanos sacerdotes. Se las sigue ignorando como los apóstoles ignoraron el mensaje de la Resurrección: “Pero a ellos les parecían locura las palabras de ellas, y no las creyeron” (Lc 24, 6.11). Y, sin embargo, es a María Magdalena a quien Jesús se dirigió: “Ve y di a mis hermanos que voy a reunirme con el que es mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios” (Jn 20, 17b). Fué después cuando los Once y los demás se dignaron a conceder cierta credibilidad a las mujeres (Lc 24, 9-10)…
En la tradición cristiana, se evoca la Resurrección como el triunfo de la vida sobre la muerte. Para aquellas mensajeras, la Resurrección que ellas anuncian no es sólamente la de Jesucristo, sino también la suya. Jesús las resucita con él. Lo hace reconociéndolas con verdaderos seres humanos, completos, con una dignidad siilar a la de sus hermanos varones y una libertad que les abren las puertas y no las encierra en una picota por haber nacido mujeres. Creer en la Resurrección, es creer también que un día, nuestra Iglesia se levantará, se pondrá de pié y aceptará que todos los bautizados, hombres y mujeres, pueden recibir la llamada a proclamar la Resurrección, incluso como sacerdotisas, si esta es su vocación. La Iglesia será entonces una luz para la humanidad.
Extracto de un textos publicado en la revista Prière Appel, la primavera de 2011. Traducción de Eukleria.
Pauline Jacob
Eukleria
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