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Thursday, March 28, 2013
Papa Francisco preside Misa Crismal con más de 1600 sacerdotes en la basílica de San Pedro
28 de marzo, 2013. (Romereports.com) (-SÓLO VÍDEO-) Unos 1600 sacerdotes acompañaron al papa Francisco en la Misa Crismal que presidió en la basílica de San Pedro.
En esta Misa se bendicen los óleos que se utilizarán durante el resto del año en los sacramentos de la Confirmación y la Unción de Enfermos. También los sacerdotesrenuevan las promesas que hicieron el día de su ordenación, el Papa les invitó a salir de sí y vivir para los demás.
HOMILÍA COMPLETA DE LA MISA CRISMAL:
Queridos hermanos y hermanas
Celebro con alegría la primera Misa Crismal como Obispo de Roma. Os saludo a todos con
afecto, especialmente a vosotros, queridos sacerdotes, que hoy recordáis, como yo, el día de la
ordenación.
Las Lecturas nos hablan de los «Ungidos»: el siervo de Yahvé de Isaías, David y Jesús,
nuestro Señor. Los tres tienen en común que la unción que reciben es para ungir al pueblo fiel
de Dios al que sirven; su unción es para los pobres, para los cautivos, para los oprimidos... Una
imagen muy bella de este «ser para» del santo crisma es la del Salmo: «Es como óleo perfumado
sobre la cabeza, que se derrama sobre la barba, la barba de Aarón, hasta la franja de su
ornamento» (Sal 133,2). La imagen del óleo que se derrama, que desciende por la barba de
Aarón hasta la orla de sus vestidos sagrados, es imagen de la unción sacerdotal que, a través del
ungido, llega hasta los confines del universo representado mediante las vestiduras.
La vestimenta sagrada del sumo sacerdote es rica en simbolismos; uno de ellos, es el de los
nombres de los hijos de Israel grabados sobre las piedras de ónix que adornaban las hombreras
del efod, del que proviene nuestra casulla actual, seis sobre la piedra del hombro derecho y seis
sobre la del hombro izquierdo (cf. Ex 28,6-14). También en el pectoral estaban grabados los
nombres de las doce tribus de Israel (cf. Ex 28,21). Esto significa que el sacerdote celebra
cargando sobre sus hombros al pueblo que se le ha confiado y llevando sus nombres grabados
en el corazón. Al revestirnos con nuestra humilde casulla, puede hacernos bien sentir sobre los
hombros y en el corazón el peso y el rostro de nuestro pueblo fiel, de nuestros santos y de
nuestros mártires.
De la belleza de lo litúrgico, que no es puro adorno y gusto por los trapos, sino presencia de
la gloria de nuestro Dios resplandeciente en su pueblo vivo y consolado, pasamos a fijarnos en
la acción. El óleo precioso que unge la cabeza de Aarón no se queda perfumando su persona sino
que se derrama y alcanza «las periferias». El Señor lo dirá claramente: su unción es para los
pobres, para los cautivos, para los enfermos, para los que están tristes y solos. La unción no es
para perfumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardemos en un frasco, ya
que se pondría rancio el aceite... y amargo el corazón.
Al buen sacerdote se lo reconoce por cómo anda ungido su pueblo. Cuando la gente nuestra
anda ungida con óleo de alegría se le nota: por ejemplo, cuando sale de la misa con cara de haber
recibido una buena noticia. Nuestra gente agradece el evangelio predicado con unción, agradece
cuando el evangelio que predicamos llega a su vida cotidiana, cuando baja como el óleo de
Aarón hasta los bordes de la realidad, cuando ilumina las situaciones límites, «las periferias»
donde el pueblo fiel está más expuesto a la invasión de los que quieren saquear su fe. Nos lo
agradece porque siente que hemos rezado con las cosas de su vida cotidiana, con sus penas y
alegrías, con sus angustias y sus esperanzas. Y cuando siente que el perfume del Ungido, de
Cristo, llega a través nuestro, se anima a confiarnos todo lo que quieren que le llegue al Señor:
«Rece por mí, padre, que tengo este problema...». «Bendígame» y «rece por mí» son la señal de
que la unción llegó a la orla del manto, porque vuelve convertida en petición. Cuando estamos
en esta relación con Dios y con su Pueblo, y la gracia pasa a través de nosotros, somos
sacerdotes, mediadores entre Dios y los hombres. Lo que quiero señalar es que siempre tenemos
que reavivar la gracia e intuir en toda petición, a veces inoportunas, a veces puramente
materiales, incluso banales – pero lo son sólo en apariencia – el deseo de nuestra gente de ser
ungidos con el óleo perfumado, porque sabe que lo tenemos. Intuir y sentir como sintió el Señor
la angustia esperanzada de la hemorroisa cuando tocó el borde de su manto. Ese momento de
Jesús, metido en medio de la gente que lo rodeaba por todos lados, encarna toda la belleza de
Aarón revestido sacerdotalmente y con el óleo que desciende sobre sus vestidos. Es una belleza
oculta que resplandece sólo para los ojos llenos de fe de la mujer que padecía derrames de
sangre. Los mismos discípulos – futuros sacerdotes – todavía no son capaces de ver, no
comprenden: en la «periferia existencial» sólo ven la superficialidad de la multitud que aprieta
por todos lados hasta sofocarlo (cf. Lc 8,42). El Señor en cambio siente la fuerza de la unción
divina en los bordes de su manto.
Así hay que salir a experimentar nuestra unción, su poder y su eficacia redentora: en las
«periferias» donde hay sufrimiento, hay sangre derramada, ceguera que desea ver, donde hay
cautivos de tantos malos patrones. No es precisamente en autoexperiencias ni en introspecciones
reiteradas que vamos a encontrar al Señor: los cursos de autoayuda en la vida pueden ser útiles,
pero vivir pasando de un curso a otro, de método en método, lleva a hacernos pelagianos, a
minimizar el poder de la gracia que se activa y crece en la medida en que salimos con fe a darnos
y a dar el Evangelio a los demás; a dar la poca unción que tengamos a los que no tienen nada de
nada.
El sacerdote que sale poco de sí, que unge poco – no digo «nada» porque nuestra gente nos
roba la unción, gracias a Dios – se pierde lo mejor de nuestro pueblo, eso que es capaz de activar
lo más hondo de su corazón presbiteral. El que no sale de sí, en vez de mediador, se va
convirtiendo poco a poco en intermediario, en gestor. Todos conocemos la diferencia: el
intermediario y el gestor «ya tienen su paga», y puesto que no ponen en juego la propia piel ni
el corazón, tampoco reciben un agradecimiento afectuoso que nace del corazón. De aquí
proviene precisamente la insatisfacción de algunos, que terminan tristes y convertidos en una
especie de coleccionistas de antigüedades o bien de novedades, en vez de ser pastores con «olor
a oveja», pastores en medio de su rebaño, y pescadores de hombres. Es verdad que la así llamada
crisis de identidad sacerdotal nos amenaza a todos y se suma a una crisis de civilización; pero
si sabemos barrenar su ola, podremos meternos mar adentro en nombre del Señor y echar las
redes. Es bueno que la realidad misma nos lleve a ir allí donde lo que somos por gracia se
muestra claramente como pura gracia, en ese mar del mundo actual donde sólo vale la unción
– y no la función – y resultan fecundas las redes echadas únicamente en el nombre de Aquél de
quien nos hemos fiado: Jesús.
Queridos fieles, acompañad a vuestros sacerdotes con el afecto y la oración, para que sean
siempre Pastores según el corazón de Dios.
Queridos sacerdotes, que Dios Padre renueve en nosotros el Espíritu de Santidad con que
hemos sido ungidos, que lo renueve en nuestro corazón de tal manera que la unción llegue a
todos, también a las «periferias», allí donde nuestro pueblo fiel más lo espera y valora. Que
nuestra gente nos sienta discípulos del Señor, sienta que estamos revestidos con sus nombres,
que no buscamos otra identidad; y pueda recibir a través de nuestras palabras y obras ese óleo
de alegría que les vino a traer Jesús, el Ungido. Amén.
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