PASCUA: SENTIRNOS CONVERTIDOS DE UNA VEZ
Por Ángel Gómez Escorial
1.- Iniciamos esta mañana nuestra presencia en esta Eucaristía, con muchos recuerdos de los días anteriores. Desde el Domingo de Ramos con su excepcional relato de la Pasión gracias al texto de San Lucas, hasta la Vigilia de anoche. Pero, además, las celebraciones del Jueves y del Viernes Santo, llenas de contenido que, sin duda, nos abrieron el alma al sufrimiento de Jesús de Nazaret. También, la espera del Sábado Santo… En fin es especialmente lógico que, en esta mañana, se nos agolpen los recuerdos de anoche. La Vigilia es, siempre, una gran fiesta de luz y de oración. Hoy, sin embargo, esta “Misa del Día” nos ha podido comenzar a parecer la celebración más como las otras misas de otros días. Las lecturas son menos –muchas menos—que en la Vigilia, y aunque destaca poderosísimamente el bello texto de la Secuencia. Pero hemos de ser conscientes de que estamos ante otra gran novedad. La conmemoración de hoy tiene la importancia de abrir otro periodo prodigioso de nuestro quehacer de cristianos: el Tiempo Pascual. Este tiempo no refleja otra cosa—y no es poco—que aquel periodo de cincuenta días en los que Jesús dio sus últimas enseñanzas a los discípulos. Les preparaba para algo más definitivo que era la llegada del Espíritu Santo. Y desde luego para su marcha a los cielos.
2.- Para los discípulos, este Jesús que iba y venía, que aparecía y desaparecía, no era el mismo. Era él. Pero no era igual. Su cuerpo glorificado, además de tener cualidades que desafiaban a nuestra “esclavitud” en el tiempo y el espacio, tenía otro aspecto. Sin duda, era el reflejo de la divinidad. Y al auspicio de ese brillo divino comenzaron a llamarle el Señor, el Señor Jesús. El término Señor sólo lo utilizaban los judíos para nombrar a Dios. Ya el prodigio de la Resurrección había quitado algunas –no todas—las escamas de los ojos de los discípulos. Se iba a operar, poco a poco, el milagro de su curación como ciegos de espíritu. Los ojos del corazón y de la mente se abrían a una nueva dimensión, impensable e increíble, pero que estaba ahí. Jesús había resucitado, pero ellos intuían que no era una vuelta a la vida con fecha de caducidad, como la nueva vida de Lázaro. Ese cuerpo glorioso que, aunque hasta cierto punto, les inquietaba, les añadía también una certeza de eternidad, jamás entrevista antes.
3.- El Evangelio de San Juan que hemos escuchado es una de las piezas más bellas del conjunto de los relatos evangélicos. Tiene mucho de lenguaje cinematográfico. El apóstol Juan, protagonista del relato de hoy, lo guardaba muy fresco en su memoria, no cabe la menor duda, ya que sería escrito muchos años, muchos años después, por él mismo, según la tradición. Pedro y Juan han escuchado a María Magdalena y salen corriendo hacia el sepulcro. Llega Juan antes. Corría más, era más joven. Pero no entra, tal vez por algún tipo de temor, o más probablemente por respeto a la jerarquía ya declarada y admitida de Pedro. Describe el evangelista la escena y la posición –vendas y sudario—de los elementos que había en la gruta. “Y vio y creyó”. Esa es la cuestión: la Resurrección como ingrediente total del afianzamiento de la fe en Cristo, como Hijo de Dios es lo que nos expresa Juan en su evangelio de hoy. Y es lo que, asimismo, nos debe quedar a nosotros, que hemos de contemplar la escena con los ojos del corazón, y abrirnos más de par en par a la fe en el Señor Jesús.
4.- El fragmento del capítulo 10 del Libro de los Hechos de los Apóstoles sitúa ya la escena mucho tiempo después. El Espíritu ya ha llegado y Pedro sale pujante a la predicación. Eso todavía no era posible en la mañana del primer día de la Semana, del Domingo en que resucitó el Señor, pero está bien que se nos ofrezca como primera lectura de hoy, pues marca el final importante de este Tiempo Pascual que iniciamos hoy. La muerte en Cruz de Jesús, sirvió, por supuesto, para la redención de nuestras culpas, pero sin la Resurrección la fuerza de la Redención no se hubiera visto. Guardemos una alegre reverencia ante estos grandes misterios que se nos han presentado en estos días. Meditemos sobre ellos y esperemos: la gloria de Jesús un día llegará a nosotros mismos, a nuestros cuerpos el día de la Resurrección de todos. Este es otro de los grandes misterios de nuestra fe que no debemos, ni podemos, obviar.
5.- Iniciamos, como decía, el Tiempo Pascual, una cincuentena de días en el que el Resucitado terminó la formación de sus discípulos desde la fuerza del prodigio de su Resurrección. Poco a poco, se fueron dando cuenta que habían convivido con un ser excepcional, con un ser divino, con el mismísimo Dios. Y esos discípulos fueron cambiando. Es verdad que el Señor Jesús les prometió el Espíritu Santo, “que se lo enseñaría todo”. Pero ese tiempo que nosotros ahora llamamos de Pascua fue el camino definitivo de aprendizaje. Cuando, el día de Pentecostés llegaron las lenguas de fuego, el efecto, fue como la del instructor que da un empujoncito a sus alumnos paracaidistas. Toda la “teórica”, toda la técnica para dar el salto, les había llegado a los apóstoles de Jesús resucitado. Por eso son especialmente importantes estos días que comenzamos a vivir hoy. Nos darán la fuerza precisa para sentirnos convertidos de una vez.
Betania
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