La llegada del jesuita Jorge Bergoglio a la cabeza de la Iglesia católica ha puesto los reflectores sobre la Compañía de Jesús. Algunos lo interpretan como el culmen de la influencia de los jesuitas: la encarnación en el papa blanco del poder que ya ejercía el papa negro, el superior mundial de la Compañía.
Pero quienes, como yo, hayan recibido una educación jesuita, sabrán que su influencia no pasa por la maquinaria de los puestos. Porque lo suyo es tener poder sin tener el poder. Si hay algo promisorio en el papado del conservador Bergoglio, es justamente lo que pueda traer de la independencia y la rebeldía jesuitas.
Para entender el pensamiento y el modus operandi de la Compañía de Jesús, hay que remontarse a su fundación en 1539. Con la Iglesia católica en crisis por la corrupción y el boato denunciados certeramente por Lutero, los jesuitas abanderaron la reforma desde adentro y encabezaron la crítica contra la burocracia eclesial y su alejamiento del mundo. Contra estos, Ignacio de Loyola y sus seguidores propusieron “buscar a Dios en todas las cosas” y, con ello, darle un giro terrenal al catolicismo.
El resultado es una congregación “más preocupada por la justicia social y económica que por asuntos de pureza doctrinal”, como lo dijo el New York Times al comentar la elección de Bergoglio. De ahí que Francisco de Roux, cabeza de los jesuitas en Colombia, espere que el nuevo papa dé un timonazo hacia “una Iglesia cerca del ser humano, sobre todo del afligido, del sometido a la pobreza”.
El otro rasgo distintivo de los jesuitas es el pensamiento crítico, respaldado por una sólida formación intelectual. Por ello el papa Clemente XIV los suspendió en 1773, Carlos III los expulsó de América y Tomás Cipriano de Mosquera los desterró de Colombia. Por ello también un rasgo entrañable de la educación que imparten en sus colegios —centrada en la investigación hecha por los propios estudiantes, en lugar de la memorización— es la discusión y el cuestionamiento constantes, aun de los dogmas de la Iglesia. No sorprende, entonces, la franqueza de las críticas que hizo de Roux a la Iglesia en su reciente entrevista en El Tiempo.
En eso consiste, en últimas, el poder de los jesuitas: inoculan en sus instituciones y sus estudiantes el bicho de la autonomía intelectual y la justicia social con tal eficiencia, que luego no precisan acudir a las maquinaciones políticas que usan las órdenes religiosas opuestas, como el ultraconservador Opus Dei. Sin organizar encuentros de exalumnos ni pedir favores para ellos o sus graduados, terminan influyendo más que si lo hicieran.
Por supuesto, como en toda congregación, entre los jesuitas hay mucha variedad. Mientras que la mayoría probablemente se inclina por el activismo social del Concilio Vaticano II y la apertura en temas morales como la eutanasia y los derechos de las parejas del mismo sexo, otros, como Bergoglio, se han opuesto a la Teología de la Liberación y seguido la línea conservadora de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Me tocó aprender la diferencia al pasar del progresista San Bartolomé a la Javeriana, de donde huí espantado por la vieja guardia que entonces dominaba la universidad.
Guardando las proporciones, la Iglesia católica pasa hoy por una crisis análoga a la de 1539. El lujo, el conservadurismo social, la ortodoxia doctrinal y la corrupción romana la han convertido en una máquina de perder seguidores e influencia. Quizá, como entonces, los jesuitas puedan ayudar a hacer la reforma interna. Para eso, Francisco tendría que ser más jesuita que católico.
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