Jn 13, 31-35
“Solo el amor es real. Solo el amor ha sido siempre real” (Jeff Foster). Cuando, frente a la maraña normativa del judaísmo de su época, que había elaborado una lista de más de seiscientos mandatos y prohibiciones, Jesús reduce todo a un único mandamiento, no solo está sustituyendo un código moral por otro, sino que está revelando el secreto último de lo Real.
Cuando en la propia tradición cristiana se dice que “Dios es amor” (1 Jn 4,8), se está proclamando lo mismo: el misterio último, Lo que es, es Amor.
El amor del que aquí se habla no tiene nada que ver con los movimientos sensibles, propios del ego, sino que se identifica con la consciencia de la no-separación de nada. En la misma medida en que crece esta consciencia en una persona, crece su amor.
Un miembro del cuerpo siente amor por cualquier otro miembro: cuando nos lastimamos la cabeza, la mano corre inmediatamente en su ayuda, antes incluso de pensarlo. Porque tiene una consciencia clara de ser la misma cosa, un mismo cuerpo.
Esto significa, sencillamente, que Consciencia es Amor. Dado que Jesús vivía en un nivel de consciencia transpersonal –más allá del yo individual-, se experimentaba uno con toda la realidad: con el Fondo último o Dios (“el Padre y yo somos uno”; “quien me ve a mí, ve al Padre”), con todos los seres humanos (“lo que hicisteis a cada uno de estos, me lo hicisteis a mí”), con el pan, en cuanto símbolo de todo lo real (“esto soy yo”: “esto es mi cuerpo”)…
Quien se sabe, en un nivel profundo, uno con todos y con todo no puede no amar. El amor, por tanto, no es un mandato, sino consecuencia de la comprensión de quienes somos.
Ahora bien, dado que los dos términos –Consciencia y Amor- son equivalentes, del mismo modo que el crecimiento en consciencia nos abre a la capacidad de amar, todo acto de amor gratuito nos hace crecer en consciencia de quienes somos. Porque el amor nos desegocentra, dejamos de vivir preocupados por nosotros mismos y nos abrimos a las necesidades de los demás. Por eso, me parecen profundamente acertadas las palabras de Albert Einstein: “Comienza a manifestarse la madurez cuando sentimos que nuestra preocupación es mayor por los demás que por nosotros mismos”.
Y por eso también me parece tan admirablemente coherente y sabio el evangelio y la propuesta de Jesús. Las tradiciones espirituales han propuesto tres caminos para el “despertar”: el camino del conocimiento (jnana yoga), de la devoción (bhakti yoga) y de la acción desapropiada (karma yoga). No solo no se privilegia uno sobre otro, sino que se invita a que cada persona se haga consciente de cuál de ellos se ajusta más adecuadamente a sí misma.
Tanto en el silenciamiento de la mente –poniendo toda la atención en la Consciencia que es-, como en la entrega amorosa a la divinidad, como en una vivencia entregada al momento presente, el yo se termina diluyendo para emerger la resplandeciente y luminosa no-dualidad de todo lo que es. Sujeto y objeto, perceptor y percibido son trascendidos en un continuumde consciencia no-diferenciada. Caen las presuntas separaciones y queda únicamente Eso no-dual, que tú también eres.
En Jesús de Nazaret, encontramos un camino que, sin contraponerse a los tres citados, aporta su propia originalidad: es el camino del amor compasivo a la persona necesitada, tal como se pone admirablemente de relieve en la parábola conocida como del “buen samaritano” (Lc 10,25-37).
Por eso, podría decirse que el camino vivido y propuesto por Jesús se sintetiza en la frase con que cierra la parábola: “Ve y haz tú lo mismo” (Lc 10,37). Porque, como dice el Popol-Vuh (o Libro del Consejo, de los mayas), “cuando tengas que elegir entre dos caminos, pregúntate cuál de ellos tiene corazón. Quien elige el camino del corazón no se equivoca nunca”.
El camino del conocimiento favorece la emergencia del Yo Soy. El camino afectivo –de entrega a la Divinidad- potencia la unidad en el Yo Soy. El camino de la acción desapropiada hace vivir en conexión con el Yo Soy. El camino de la compasión se muestra como expresióndel Yo Soy.
Todos ellos son complementarios. Más aún, al avanzar en cualquiera de ellos, se produce un despliegue en la vivencia de los otros. Al final, se trata sencillamente de aprender a permanecer en conexión con nuestra identidad profunda…, saboreando lo que somos y ejercitándonos a vivirnos desde ahí.
Lo que parece obvio es que la transformación nace de la comprensión, como irradiación de Lo que es. Y Lo que es, es Amor, Consciencia de unidad. Es esa misma Consciencia la que se halla en el origen de todo, como fuerza integradora que rige el proceso de la evolución, expresándose y desplegándose en las infinitas variaciones en que se manifiesta lo Real.
Nosotros mismos somos esa única Consciencia: conocerlo es sabiduría; vivirlo es amor.
Enrique Martínez Lozano
Fe Adulta
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