Es frecuente encontrar estos días gente que comenta, con satisfacción, que parece que los gestos del Papa Francisco en estas primeras semanas de pontificado están siendo significativos y traen aires de cambio. Y es verdad. El problema es que en ocasiones esos comentarios tienen el mismo alcance que los que se pueden hacer comentando la última bronca deportiva, las declaraciones de tal o cual ministro o la enésima polémica generada por algún artista con especial ganas de provocar. Es decir, opinión sin consecuencias en la propia vida. Me explico.
Hay quien, contento, aplaude la austeridad papal, los zapatos viejos, el lenguaje comprensible, la recomendación a los pastores de oler a oveja, la flexibilidad litúrgica y sus intervenciones constantes a favor de los pobres. Y remata el aplauso con un comentario del tipo: “A ver si aprenden los cardenales” (o, para el caso, los obispos, o quien sea…) Y claro, uno tiene ganas de responder: hombre, sospecho que en estas cuestiones de austeridad, compromiso y opción por los pobres somos muchos los que tenemos bastante que aprender. Pensar que son palabras que otros se tienen que aplicar y quedarse tranquilamente sentados sin que en la propia vida se remueva ni la más mínima inquietud puede tener algo de tramposo. Y no es que en determinados ámbitos eclesiales no haga falta una reforma de estructuras y costumbres (que parece que sí). Es que en todas las vidas hace falta, de vez en cuando, ponerse en pie, desempolvar las sandalias (tan franciscanas), despojarse de inercias innecesarias y descentrarse. Imagino que el Papa no está hablando para que la galería le aplauda, sino para que la Iglesia, cada uno de nosotros, se transforme en la mejor versión de sí misma. Ojalá.
Ender
pastoralsj
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