¿Una potestad ilimitada?
Tal como está redactado y promulgado (1983) el vigente Código de Derecho Canónico, en él se da pie para hacerse esta pregunta: ¿se atribuye la Iglesia católica a sí misma un poder sin límites en este mundo? Es evidente que en la Iglesia a nadie se le ocurre semejante cosa. Porque, entre otras razones, los católicos sabemos que la Iglesia no tiene poder para matar, odiar o hacer lo que prohíbe el Evangelio. El problema está en que, como sabemos por la historia, la Iglesia ha gestionado las cosas de manera que, con frecuencia, ha hecho (y sigue haciendo) no pocas cosas que contradicen literalmente lo que manda el Evangelio. De ahí, la pregunta.
Una pregunta que tiene su razón de ser en el texto literal del Derecho Canónico. En él se afirma que el Romano Pontífice tiene una potestad, “que es suprema, plena, inmediata y universal” (c. 331). Una potestad, además, “contra la que no cabe apelación ni recurso” alguno (c. 333, 3). Es más, el Pontífice (la “Primera Sede”, c. 361) “no puede ser juzgado por nadie” (c. 1404). Es decir, el papa no tiene que dar cuenta a nadie de sus decisiones. Y, lo que es más sorprendente, “es derecho exclusivo del papa ser juez” de toda decisión que se tome en asuntos espirituales o relacionados con ellos (c. 1401). O sea, en todo. Ya que cualquier decisión humana puede tener relación con asuntos que afecten al espíritu.
Pues bien, lo más llamativo es que el papa tiene un poder tal, en un campo tan ilimitado, que él es quien tiene el “derecho exclusivo” (“dumtaxat ius”) de actuar como juez de quienes quebrantan el citado canon 1401, empezando por “quienes ejercen la autoridad suprema de un Estado” (“qui supremum tenent civitastis magistratum”) (c. 1405, 1º). Con lo que el Derecho oficial de la Iglesia católica se apropia el poder de juzgar (y presuntamente condenar) a cualquier jefe de Estado, sea del país que sea y tenga la religión que tenga. Más aún, el papa “es juez supremo para todo el orbe católico, y dicta sentencia o personalmente... o por jueces en los cuales delega” (c. 1442).
Y para que no quede posible resquicio de escapatoria para limitar el poder papal, el c. 1372 establece que “quien recurre al Concilio Ecuménico o al Colegio de los Obispos contra un acto del Romano Pontífice, debe ser castigado con una censura”, que puede ser la “excomunión” (c. 1331), el “entredicho” (c. 1332) o la “suspensión a divinis” (c. 1333). Con lo que se intenta resolver “jurídicamente” un problema decisivo en eclesiología. El problema que consiste en saber quién es el sujeto de suprema potestad en la Iglesia. Un asunto que “teológicamente” no está en modo alguno resuelto. Esto quedó patente en el concilio Vaticano II (LG 22) donde se afirma que el papa es “sujeto de suprema y plana potestad sobre la Iglesia universal”. Pero es importante saber que ese poder no lo tiene sólo el papa. También lo tiene el colegio episcopal, como se dice igualmente en LG 22. Pero, entonces, ¿cómo se armonizan ambos poderes en uno? El Vaticano II lo dejó sin resolver. La Nota Explicativa Previa, que al final impuso Pablo VI (que ni él mismo la firmó), despachó el asunto recurriendo a la “potestad de jurisdicción”, que, según el c. 129, existe en la Iglesia “por institución divina”, cuando en realidad se sabe que la iurisdictio tiene su origen en el pensamiento medieval y quedó fijada por el jurista Bartolo de Sassoferrato, profesor en Bolonia a partir de 1328 .
Pero hay más. Porque el papa, además de sucesor de Pedro, es jefe del Estado de la Ciudad del Vaticano. Y, según el art. 1 de la Ley Fundamental de dicho Estado, “el Sumo Pontífice... tiene la plenitud de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial”. El Vaticano es, por tanto, la última monarquía absoluta que queda en Europa. En un Estado así, no cabe la distinción de poderes, que es la base del Estado de Derecho.
Hay.pues, motivos para hacerse la pregunta: ¿se atribuye el papado una autoridad ilimitada? Aunque quizá a nadie se le ocurre semejante cosa, el lenguaje jurídico, que utiliza el Derecho eclesiástico, da pie para sospechar que, en cuanto se refiere al tema de la autoridad en la Iglesia católica, la teología admite tranquilamente una forma de expresarse que produce la impresión de manejar una mentalidad auténticamente paranoica. ¿A quién se le ocurre, a estas alturas, afirmar en documentos públicos y oficiales que él - y solamente él - tiene una potestad que es suprema, plena, inmediata, universal, que no puede ser juzgada por nadie, que además es un poder de juzgar y condenar incluso a los jefes de Estado del mundo entero, un poder además que no admite apelación o recurso alguno, y que si alguien recurre a un Concilio o a los obispos del mundo por las decisiones que toma ese poder, quien haga semejante cosa debe ser castigado? Una persona, que esté en su sano juicio, ¿no diría que es un despropósito considerarse tan importante y verse tan superior al resto de los mortales? Es evidente que detrás de este lenguaje jurídico existe una mentalidad teológica, que es la que sustenta una forma de entender una “autoridad” y un “poder” que jurídicamente y teológicamente son un esperpento y un fantasma. Porque ni existe tal autoridad. Ni existe tal poder. A no ser que no hablemos de la Iglesia, sino de Dios. Y en ese caso, en realidad no sabemos de qué estamos hablando. Porque a Dios, nadie lo ha visto jamás (Jn 1, 18).
Pero, sobre todo, lo más fuerte es que un sistema de gobierno así, equivale a un “poder absoluto”, en el que, entre otra cosas, la aceptación y la puesta en práctica de los Derechos Humanos se hace imposible. Es justamente lo que ocurre en la Iglesia católica. El papa concentra todos los derechos hasta tal extremo, que todos los demás católicos carecemos de derechos, si es que hablamos de “derechos” en sentido estricto.
Jesús y el poder
La palabra “poder” indica siempre una relación de dependencia. Cuando es relación entre personas, se expresa mediante el sustantivo exousía, que se puede entender también como “autoridad” . En todo caso, el poder o la autoridad ponen de manifiesto una “desigualdad”. El que ejerce el poder está por encima del que se somete a ese poder. De ahí la utilización, en la vida y lenguaje de Jesús, del verbo “obedecer” (hypakoúô). En los evangelios, la obediencia se aplica únicamente a los demonios (Mc 1, 27), al viento y a las olas del mar (Mc 4, 41 par), y a una planta vegetal (una morera) (Lc 17, 6) . Jamás ni se insinúa en los evangelios que Jesús se relacionase con ningún ser humano desde la superioridad del que manda y al que el inferior obedece. La relación de Jesús con los discípulos y con la gente se expresa siempre, en los evangelios, mediante la experiencia del “seguimiento”, que nace de la “ejemplaridad”, nunca de la “sumisión”, que es la respuesta del débil al fuerte, del pequeño al grande.
Jesús les dio “autoridad” (“exousía”) a los Doce discípulos (Mt 10, 1). Pero el evangelio puntualiza que se trata de una autoridad “para expulsar demonios y curar enfermos”. No es un poder doctrinal y, menos aún, judicial. Es un poder terapéutico, para aliviar sufrimientos y hacer feliz a la gente en sus relaciones con los demás y en su relación con Dios.
El problema, que repetidas veces aparece en los evangelios, es la resistencia que los discípulos presentaron para aceptar esta propuesta de Jesús. Desde las discusiones entre ellos sobre quién era el más importante (Mc 9, 33-37 par) hasta la ambición de los hijos de Zebedeo por los primeros puestos en el Reino (Mc 10, 35-41 par), con las severas advertencias que les hizo Jesús contra toda pretensión de parecerse a los “jefes de las naciones y a los grandes que imponen su autoridad” (Mc 10, 42-45 par). Y es sabido que, en estas resistencias al proyecto de Jesús contra la mentalidad del poder en los planes de Dios, destacó Pedro. Desde el momento en que Jesús le llamó “¡Satanás!” (Mt 16, 23 par), pasando por la resistencia a que Jesús hiciera el oficio de esclavo al lavarle los pies (Jn 13, 6-9), hasta las negaciones del mismo Pedro en la pasión. Lo que allí se planteó no fue la actitud de un cobarde, sino la reacción de un decepcionado ante el mesianismo de la ejemplaridad en el fracaso, cosa que ni a Pedro ni a los otros apóstoles les entraba en su cabeza.
El movimiento original de Jesús fue “un fenómeno de comportamiento social desviado” . Un movimiento que encontró en la comunidad que él reunió el sustitutivo del Templo con sus dignidades y poderes. Hasta llegar a aceptar la función más baja que una sociedad puede adjudicar: la de delincuente ejecutado . De forma que, a partir de semejante comportamiento, fue como Jesús entendió, vivió y ejerció una forma de autoridad que se impondría pronto sobre todos los demás poderes. Porque es una forma que no se basa en la imposición dominante de las conciencias, sino en la ejemplaridad de quien señala la conducta a seguir desde la debilidad y la pequeñez del esclavo y el subversivo, que atrae y arrastra por su bondad.
Las primeras “iglesias”
Esta idea y esta forma de ejercer la autoridad ha llegado hasta nosotros (y la hemos podido conocer) gracias a los evangelios, que nos relatan cómo pensaba y cómo actuaba el Jesús terreno. Pero ocurre que, entre el Jesús terreno y el texto de los evangelios, que nosotros hoy leemos, están las cartas de Pablo. Y esto conlleva varios hechos de suma importancia. 1) Las cartas de Pablo se escribieron entre los años 50 al 55/56 , mientras que los evangelios se redactaron cerca de 30 años después, a partir del año 70. 2) Pablo fue el que organizó las “asambleas del pueblo” cristiano denominándolas “iglesias” (“ekklesíai”) . 3) Por tanto, las comunidades cristianas se organizaron como “iglesias” sin conocer - al menos en muchas de ellas - los evangelios, ya que Pablo no conoció al Jesús terreno, sino al “Resucitado” (Gal 1, 11-16; 1 Cor 9, 1; 15, 8; 2 Cor 4, 6; cf. Hech 9, 1-19; 22, 3-21; 26, 9-18). Incluso llegó a decir que el Cristo “según la carne” no le interesó nunca (2 Cor 5, 16). 4) La consecuencia lógica, que esto entraña, es que la Iglesia se organizó y gestionó sus estructuras básicas sin conocer a Jesús, ya que, como bien se ha dicho, “el alcance del conocimiento pasivo de la tradición de Jesús que poseyera Pablo es, en el fondo, irrelevante para la comprensión de la teología paulina” . Por eso las ideas sobre la comunidad cristiana, y sobre el modo de entender y ejercer el poder en las asambleas cristianas, son cuestiones que poco o nada pudieron influir en la Iglesia naciente, por más que este asunto fuera capital para Jesús en su vida terrena.Pablo no pudo sino elaborar sus ideas sobre el poder y su praxis del mismo, no desde el Jesús que anduvo por el mundo, sino desde Hijo de Dios resucitado y glorificado, Mesías y Señor nuestro (Rom 1, 4).
Pablo, Apóstol de Jesucristo
Desde su experiencia del Resucitado, en el camino de Damasco, Pablo tuvo una obsesión. Su vida y su tarea habían adquirido una orientación nueva, que no era solamente “la fe en Jesucristo”, sino que además de eso, él había sido constituido, directamente por Dios, “apóstol de Jesucristo”. Él sabía que hubo antes de él apóstoles en Jerusalén (1 Cor 15, 8-11; Gal 1, 17-19). Cono había quienes reclamaban para sí el título de “apóstol” (Fil 2, 25; 2 Cor 11, 5. 13; 12, 11 etc) . Pero su apostolado dependía directa y únicamente de Dios. No era obra y gracia de los hombres (Gal 1, 1; cf. 1, 11). Su juez era únicamente el Señor (1 Cor 4, 3-5). Como es lógico, en tales condiciones, Pablo tenía que imponerse. Y además imponer su autoridad en las asambleas, es decir, en la Iglesia.
Y lo hizo. Pablo no sabía que Jesús había procedido de otra forma. Para Pablo el apostolado implica un mandato recibido del Señor resucitado (1 Cor 15, 8-9); su misión como apóstol de los gentiles quedó autorizada por una revelación (Gal 1, 15 s). Puesto aparte por Dios (Gal 1, 15; Rom 1, 1), Pablo se veía investido de una autoridad especial respecto a los gentiles (Rom 1, 5. 11-15; 11, 13; 15, 14-24). Lo que representaba, para Pablo, que cuando él predicaba , es como si Dios mismo hablara (1 Tes 2, 2-4. 13; 4, 15; 1 Cor 14, 37; 2 Cor 5,18-20). Hasta el extremo de quien niega el evangelio de Pablo rechaza a Dios (1 Tes 4, 8; Gal 1, 8) . En definitiva, Pablo no tenía más remedio que subrayar su autoridad apostólica para legitimar su doctrina radical, en la que, como sabemos, llega a expresiones muy fuertes .
Así, quedaron asentadas las bases de una concepción enteramente peculiar de la autoridad en la Iglesia. Una autoridad que Dios concede directamente a los que escoge como apóstoles. Una autoridad que se identifica con la autoridad de Dios mismo. Y una autoridad que se ve como enteramente necesaria e irrenunciable para legitimar y mantener una enseñanza, la enseñanza que imparte la Iglesia. A partir de estas bases, se entiende perfectamente la evolución que no tardó en producirse. Por supuesto, en esta forma de entender y practicar la autoridad, se encuentran una serie de componentes básicos que poco o nada tienen que ver con lo que vivió y enseñó Jesús. Es más, algunos de esos componentes se ven como difícilmente conciliables con las enseñanzas del Evangelio. Pero, como ya se ha explicado, el Evangelio llegó tarde. Cuando las comunidades o “iglesias” conocieron los evangelios, las asambleas cristianas se venían gestionando, desde hacía bastantes años, por criterios diferentes a las enseñanzas de Jesús. Pero criterios perfectamente admitidos y ya asimilados como “lo que Dios quería y había dispuesto”.
En estas condiciones, los cambios que se produjeron (probablemente) durante el siglo segundo fueron decisivos.
El fondo de un proceso de perversión
No se trata aquí de estudiar la historia del proceso que, durante el s. II, hizo que el gobierno de la Iglesia se fuera concentrando en el obispo de Roma. Los datos seguros que, sobre este asunto, se conocen hasta este momento no dan para mucho . Ni el Fragmento Muratoti, ni la conocida afirmación de Ireneo, obispo de Lyón, según la cual todos deben estar de acuerdo con la Iglesia de Roma, que es la que tiene “la principalidad más potente”, no ofrecen una argumentación suficiente para deducir de ahí una primacía ni jurídica, ni apostólica de la Iglesia romana. Tampoco en ella se alude a Pedro para justificar sus privilegios sobre las demás “iglesias” del mundo .
El mejor especialista que seguramente ha tenido, hasta ahora, la teología católica en cuanto se refiere a la historia de la eclesiología, Yves Congar, nos dejó un resumen condensado que ofrece mucha luz en este orden de cosas. Lamentándose de los abusos, que se cometían durante el papado de Pío XII, Congar escribió en su diario: “Veo cada vez con más claridad que el fondo de todo es una cuestión de eclesiología, y me doy cuenta de cuáles son las posiciones eclesiológicas que están en causa. Mi estudio de la historia de las doctrinas eclesiológicas me ayuda a ver las cosas con toda claridad. Todo parte de esto: en Mt 16, 19 los Padres han visto la institución del sacerdocio o del episcopado. Para ellos, lo que se funda en Pedro es la ecclesía, la primacía canónica del obispo de Roma. Sin embargo, la propia Roma, y esto a partir, tal vez, del siglo II, monta las cosas de otra forma. Ella ve en Mt 16, 19 su propia institución. Para ella, los poderes no pasan de Pedro a la ecclesía, sino de Pedro a la sede romana. De suerte que la ecclesía no se forma a partir de Cristo, vía Pedro, sino a partir del papa. Para la Iglesia, estar construida sobre Pedro significa, a los ojos de los papas, recibir consistencia y vida del papa, en el cual, como en la cabeza, reside la plenitudo potestatis [potestad plena]” .
Es claro que el mismo Congar, años después, habría matizado mejor este juicio de síntesis. En lo que respecta al valor del texto de Mt 16, 19 . Y en cuanto afecta a la inexplicable concentración de todo el poder de la Iglesia en un solo hombre, el papa, limitando - o incluso anulando en no pocas cosas - el poder de los laicos, de los sacerdotes y sobre todo del colegio episcopal, sirviéndose de argumentos teológicamente inexistentes, como se hizo en el Vaticano II, cosa que ya he quedado explicado en este artículo. En todo caso, Congar acierta plenamente en su juicio cuando afirma que la teología (de la Curia Romana) defiende que los poderes que el papado se atribuye, y de facto, ejerce en todo cuanto le conviene, provienen directamente de Dios, como es el caso de la llamada “potestad de jurisdicción” a la que el c. 129 le concede “origen divino”. Es uno de tantos casos en los que “lo jurídico” se ve elevado a la categoría de “lo teológico”. Sin otro argumento plausible que (sin decirlo) eso es lo que interesa al sistema romano.
Una institución - como es el caso de la Iglesia - que es débil en su capacidad de presionar por la fuerza de los jueces y la policía, suele echar mano de la fuerza de las amenazas divinas, elevando la impresión de los castigos a la dignidad social de la persona, y a la paz de la conciencia en la intimidad del sujeto, al que se le hace sentir como “pecado” lo que en realidad es el natural “sentimiento de culpa” que nace con cada bebé como mecanismo de defensa, según explican los psicólogos.
Una historia de falsedades
Entre las más importantes, y las que más han condicionado el creciente proceso de concentración del poder de la Iglesia en el poder papal, cabe enumerar, sin duda, la suplantación de la “auctoritas” por la “potestas” . El papa Gelasio (492-496) asignaba la “autoridad” al papa, mientras que lo propio del emperador era la “potestad”. La “autoridad” evoca una fuente carismática de legitimidad, en tanto que la “potestad” indica un poder sustancialmente ejecutivo. Tal era la idea de ambos conceptos en la Alta Edad Media . Con el paso de los tiempos, la potestas, que además se ha calificado como sacra, se ha concentrado en el papa, de modo que, sólo en el c. III de LG, se aplica al “poder jerárquico” 15 veces. Es evidente el desplazamiento del poder religioso a formas de poder político. Y no parece que sea un mero uso semántico. Es decir, la teología católica ha permitido y legitimado exactamente lo que Jesús había prohibido severamente en el Evangelio(Mc 10, 42-45 par).
Otro dato decisivo a tener en cuenta es el hecho de las Falsas Decretales, que se suelen datar hacia el año 850, y se supone que tienen su origen en Isidoro Mercator. Se trata de 313 documentos falsos en los que se atribuye a la autoridad de los papas del tiempo de los mártires el origen de las estructuras eclesiásticas del s. IX. Así, no sólo se arruinó el conocimiento histórico del ejercicio de la autoridad en la Iglesia. Además de eso, se acreditó la idea de que todas las determinaciones de la vida de la Iglesia habían brotado del papado como de su fuente. Y por si fuera poco, se impuso una concepción del papado meramente jurídica . De esta manera, en la Iglesia se instaló el criterio teológico de que toda su vida depende de la cabeza que es la Iglesia romana . Así se preparó el camino para que el papa Juan VIII (872-882) fomentase la convicción según la cual la cristiandad tenía que vivir sometida, no sólo al gobierno papal, sino además al de los príncipes cristianos . El terreno teológico estaba perfectamente preparado para que Gregorio VII pusiera en marcha (. S. XI) la reforma decisiva que concentró todo el poder de la Iglesia en el papa. Y así se pervirtió, hasta el día de hoy, la teología y la práctica de la autoridad en la Iglesia.
Conclusiones
1. Jesús no pensó en esta Iglesia que tenemos. Ni tenemos trazas de que pretendiera organizar una institución estructurada sobre la base de la sumisión a un hombre, el papa.
2. Jesús vio como la peor tentación, para el movimiento de seguidores que él puso en marcha, la pretensión de que alguno de sus seguidores quisiera situarse el primero, justificando semejante conducta en que así se mantendría la unidad.
3. Es una ley del comportamiento social que un colectivo, que quiere perpetuarse en la historia, necesita alguna forma de institucionalización. Esto supone la existencia de una autoridad central que coordine al conjunto. Desde este punto de vista, es razonable la existencia del papado.
4. Ningún papa tiene poder para actuar en contra del Evangelio.
5. La autoridad en la Iglesia no es de naturaleza jurídica o política. Urge en la Iglesia acabar con este desplazamiento de estructuras mundanas que han adulterado el significado y la importancia del “seguimiento” de Jesús como principio determinante de la vida cristiana.
6. Jesús no escogió, para el apostolado, sólo a Pedro. Jesús escogió a Doce, que la Iglesia no ha visto nunca la necesidad de perpetuarlos. Se buscó un sustituto para Judas, pero después, cuando fueron muriendo los demás, nadie pensó en elegir sucesores. En todo caso, la “sucesión episcopal”, como puesta en práctica de la “sucesión apostólica”, pertenece a la fe de la Iglesia. Y es al Colegio Episcopal en su conjunto al que corresponde coordinar la diversidad de ministerios y tareas que realiza la Iglesia. La “cabeza”, que coordina al Colegio Episcopal, desde el s. III, es el obispo de Roma.
7. Es urgente que la Iglesia modifique su teología, de forma que en ella pueda encajar y ponerse en práctica la totalidad de los Derechos Humanos.
Publicado en ÉXODO, nº 118, Abril 2013
Teología sin censura
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