Las tinieblas y la Luz
En el pórtico de la Semana Santa la liturgia pone ante nuestros ojos dos cuadros contrapuestos, casi contradictorios. Por un lado la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, que da nombre a la solemnidad de hoy, “domingo de Ramos”; por el otro, la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Lo hace para recordarnos que el triunfo de Jesús no es un triunfo según los criterios humanos. Al contrario, se trata del ingreso triunfal que precede a lo que, según esos criterios, es una completa derrota. ¿Se trató, tal vez, sólo de un hermoso sueño, otro más, roto por la crueldad de la historia? La liturgia nos está diciendo también que esta muerte ignominiosa es el preludio de una victoria que supera toda medida. Por eso, tiene sentido la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, en la que es aclamado y confesado por sus discípulos como el verdadero Rey de los tiempos mesiánicos, el Mesías enviado por Dios, al tiempo que, a la luz de la lectura de la Pasión, nos revela, anticipándose al Viernes de Pasión, el sentido del mesianismo y la realeza de Cristo: cómo nos salva Dios, cuál es el trono del Rey que viene en su nombre.
Los dos textos que cada año enmarcan la lectura dramatizada de la Pasión (este año, ciclo C, según san Lucas) nos ayudan también a descubrir el sentido de los acontecimientos que vamos a contemplar. Por más que muchos de los discípulos que acompañaban a Jesús a Jerusalén, si no todos, esperaban otro desenlace de esa entrada, lo que sucedió después estaba anticipado por los textos proféticos. ¿Cómo decir al abatido una palabra de aliento, si no es participando realmente de ese abatimiento? Si Jesús hubiera triunfado humanamente, se hubiera convertido en un líder más de esos que prometen el paraíso en la tierra a los pobres y marginados, a los enfermos y a los que sufren, pero que no conocen en primera persona esas situaciones, sino que, en nombre de su importante misión, viven alejados de ellas y, de paso, se dan buena vida… No, Jesús es un Rey y Mesías que toma sobre sí el abatimiento y el sufrimiento humano, y se hace compañero de camino de todos los que sufren (y ¿quién no sufre de un modo u otro?), para hacerles sentir la ayuda de Dios, para hacerles saber que no quedarán defraudados. También Pablo nos ayuda a entender esta derrota que se convierte en victoria: Jesús es el Cristo que ha renunciado voluntariamente a su gloria para compartir en todo nuestra condición. Así, aquello que Adán (el hombre) quiso arrebatarle a Dios para ocupar su puesto, a eso ha renunciado Cristo para traérselo y compartirlo con el hombre. Sólo a la luz de esta extrema libertad y generosidad podemos entender lo que a los ojos humanos es una tragedia, sólo sí podemos no sólo contemplar, sino también entrar y participar en la Pasión de Cristo Jesús, Señor nuestro.
Cada uno debe hacer suyo este camino lleno de sugerencias y matices. En lo que sigue, sin pretender ser exhaustivos, nos limitamos a hacer algunos subrayados.
Institución de la Eucaristía. – Lucas abre el relato de la Pasión con la institución de la Eucaristía. Es una llamada a tomar conciencia de lo que significa participar en el sacramento eucarístico. No es “cumplir un rito litúrgico”, “ir a misa” o como se pueda llamar. Es entrar en comunión vital con la Pasión de Cristo, recibir sus frutos para poder nosotros entregarnos como Él lo hizo por nosotros. Esto nos pide abandonar los intereses bastardos, la elección abierta del mal en beneficio propio (como Judas), pero también la elección del bien por mero interés subjetivo (como los otros discípulos, que discuten sobre quién es el primero). Un modo bien concreto y realista de participar en la Pasión de Cristo es vivir en actitud de servicio: como Cristo, hacerse libremente esclavo de los demás.
El papel de Pedro. – Bajo la impresión de la elección y toma de posesión del nuevo Papa Francisco, este es un aspecto de gran actualidad. Pedro aparece dos veces en este relato de la pasión, durante la última cena y durante el proceso de Jesús. Destaca la debilidad del hombre encargado por Cristo para sostener a sus hermanos. ¿Cómo puede sostenerlos quién, lleno de temor, ha negado al Maestro? Vemos aquí el gran misterio del Dios que se fía de los hombres, que no pierde en ellos la esperanza, que pone en sus débiles manos el destino de la gran obra de la salvación. Si Dios se fía así de nosotros, ¿no habremos nosotros de fiarnos de Dios? ¿No tendremos que fiarnos de aquellos a los que Dios ha confiado el ministerio de pastorear? No es una confianza ciega, sino iluminada por esa oración de Jesús por el débil Pedro para que su fe (la de todos nosotros) no se apague. Las lágrimas amargas de arrepentimiento y el hecho de que Pedro realmente acabó dando su vida en testimonio de la fe nos hablan de la eficacia de la oración de Cristo, de la fuerza de su mirada.
La oración en Getsemaní. – Jesús, hombre de oración, ora también en el momento supremo de la prueba. Y nos da una gran lección sobre cómo hemos de orar cuando la desgracia acecha. Podemos y debemos orar para que Dios nos libre de la enfermedad y de la muerte, y de todo mal. Pero, como Jesús antes de la Pasión, nuestra oración debe estar informada de la entrega confiada a la voluntad de Dios: “Padre, si quieres, aparta de mí ese cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Aparentemente, Dios no escuchó la oración de Jesús, al que no se le ahorró el amargo cáliz de la muerte. Pero, nuestra fe nos dice que Dios nos escucha siempre, que ninguna oración cae en saco roto, aunque a veces nos lo parezca. En realidad, su respuesta supera toda medida, toda esperanza humana. En el caso de Jesús, la respuesta del Padre está en la Resurrección. A nosotros nos corresponde vivir en vela, orar continuamente para no caer en tentación.
Vencer el mal con el bien. – Aunque Jesús nos avisa de que hemos de prepararnos para afrontar luchas y contradicciones, nos exhorta también a armarnos sólo con las armas de la justicia y del bien. En el momento del prendimiento, “la hora del poder de las tinieblas” (expresada en el cinismo del beso de Judas), Jesús prohíbe la violencia e, incluso, hace el bien a quienes le prenden, curando al que fue herido a espada. Jesús tiene el poder de curar a aquellos que han sido heridos por el miedo, la ira, la debilidad o el pecado de sus propios discípulos. De ahí la gran importancia para nosotros de no defender a Jesús “por nuestra cuenta”, con un celo mal entendido, precisamente cayendo en la tentación (del poder o la violencia), sino de reproducir en nosotros los mismos sentimientos de Cristo (Flp 2, 5).
El testimonio de la verdad en medio de la humillación. – El proceso de Jesús es una sucesión de humillaciones, mentiras, componendas y cesiones cobardes. En este cuadro descubrimos descarnadamente la burla ante lo más sagrado. Algo que se repite a diario en el mundo de múltiples formas: el hombre se atreve a encararse con Dios, a desafiarlo, a reírse de Él: de su autoridad profética, de su poder para realizar milagros como signos de salvación, de su carácter regio. Cuántas veces Dios es escarnecido, desafiado, negado directamente, sea porque se hace de la religión objeto de burla; sea porque hombres pretendidamente religiosos presentan una imagen monstruosa de un dios cruel enemigo de los hombres; sea porque, se atenta impunemente contra el gran sacramento de Dios en la tierra que es su imagen viva, la dignidad de cada ser humano. En este contexto de humillación destaca precisamente la dignidad de este hombre, perfecta imagen de Dios (cf. Col 1, 15), que confiesa sin componendas ni compromisos la verdad peligrosa que sabe que le atraerá la condena: testimonia su filiación divina ante los sumos sacerdotes, su realeza ante Pilato, calla cuando la cerrazón a la verdad es completa, como en Herodes, por fin, encarna la verdad que testimonia en la palabra de perdón incluso para sus verdugos, disculpando su ignorancia y alimentando así la esperanza de salvación más allá de lo imaginable y de la estricta justicia. Sólo mirando a Cristo descubrimos el auténtico rostro de Dios, y la verdad del hombre como imagen suya.
Lámparas que iluminan la oscuridad. – En medio de la hora del poder de las tinieblas es Jesús la luz que ilumina en la oscuridad, como ya se nos anunció en la noche de Navidad (cf. Is 9, 2). Pero junto a Él descubrimos muchos otros puntos de luz, lámparas que nos ayudan a hacer este camino, esta vía dolorosa que conduce al Calvario: Simón de Cirene, que hace verdad física la llamada de Jesús de tomar la cruz para seguirle; las santas mujeres de Jerusalén, que lloran con compasión por el leño verde arrancado de raíz; el buen ladrón, que nos dice que hasta el último momento hay esperanza de conversión, para estar “hoy” con Cristo en su reino; el centurión romano, pagano y el primero en confesar a este extraño Dios y Mesías crucificado; también la muchedumbre que, nos dice Lucas, si fue a ver un espectáculo, se volvió dándose golpes de pecho, un detalle que nos dice que la fe no es cosa de un selecto grupo de elegidos; José de Arimatea, que al pedir el cuerpo de un condenado a la cruz está también confesando su fe en este hombre derrotado y muerto; por fin, las mujeres que lo acompañaron desde Galilea, cuya fe y esperanza atraviesa el muro de la muerte, la gran piedra del sepulcro, y quieren velar junto a él.
Todo esto nos habla de que en este mundo nuestro terrible y lleno de sufrimiento, hay también mucho bien, muchas lámparas que se alimentan del fuego y la luz de Cristo. Todo el relato de la Pasión nos está hoy llamando a nosotros a vencer nuestros miedos y nuestras tibiezas, a acercarnos sin temor a este Mesías derrotado, a tomar partido, a convertirnos también nosotros en lámparas que iluminan la pasión de Cristo, la pasión de Dios a favor del hombre, y que alimentan así la esperanza de la humanidad.
José María Vegas, cmf
Ciudad Redonda
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