ISAÍAS 66, 18-21
Esto dice el Señor:
Yo vendré para reunir
a las naciones de toda lengua;
vendrán para ver mi gloria,
les daré una señal, y de entre ellos
despacharé supervivientes a las naciones:
a Tarsis, Etiopía, Libia, Masac, Tubal y Grecia:
a las costas lejanas que nunca oyeron mi fama
ni vieron mi gloria;
y anunciarán mi gloria a las naciones.
Y de todos los países, como ofrenda al Señor,
traerán a todos vuestros hermanos
a caballo, en carros y en literas,
en mulos y dromedarios,
hasta mi Monte Santo, Jerusalén - dice el Señor -
como los israelitas, en vasijas puras,
traen ofrendas al templo del Señor.
De entre ellos escogeré sacerdotes y levitas
- dice el Señor -.
Se trata del final del libro (el "tercer Isaías" que ya conocemos). La predicación del Profeta se cierra con una escena apoteósica: el conocimiento de Dios por todas las naciones, con un mensaje múltiple, muy rico en matices: por un parte, la acostumbrada escenografía de la concentración de todas las naciones, la ostentación del poder definitivo de Dios que en el texto litúrgico se muestra en la enumeración de multitudes de las naciones más desconocidas reunidas en el Monte Santo: y, por encima de todo, la promesa del gran triunfo del Señor en sus elegidos, que no son el pueblo de Israel sino todos los pueblos.
El texto es especialmente universalista. Por supuesto que es el Monte de Sión el lugar del triunfo del Señor, y que Israel sigue con su protagonismo, pero se insiste muy especialmente en las naciones que nunca conocieron al Señor, y entre ellas se eligen los sacerdotes.
De todo ello concluimos cómo la fe de Israel se va abriendo a una universalidad cada vez mayor, sin renunciar por ello al protagonismo del "Pueblo elegido", tan peligroso y tan nacionalista como siempre.
A pesar de todo, ¡qué mal suena la gloria de Dios como la de un señor famoso, el templo como cumbre...! Qué lejos está el reino, qué lejos está Abbá, ¡qué diferente es Jesús!
HEBREOS 12, 5-7 y 11-13
Habéis olvidado la exhortación paternal que os dieron: "Hijo mío, no rechaces el castigo del Señor, no te enfades por tu reprensión; porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos". Aceptad la corrección, porque Dios os trata como a hijos; pues, ¿qué padre no corrige a sus hijos?
Ningún castigo nos gusta cuando lo recibimos, sino que nos duele; pero después de pasar por él, nos da como fruto una vida honrada y en paz. Por eso, fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, y caminad por una senda llana: así, el pie cojo, en vez de retorcerse, se curará.
Nos encontramos en el último capítulo (el 13º es una exhortación de despedida), que contiene consejos diversos, en el tono típico de los Libros de Sabiduría. De hecho, en este texto se alude sin citarlos a Proverbios (3, 6 y 13), y al Eclesiástico (30). Las últimas líneas son cita literal de Isaías 35,3, que se refieren a los desterrados de babilonia.
Se trata de una interpretación piadosa de las dificultades de la vida entendidas como "castigos paternales" para corregirnos, como los padres lo hacen con sus hijos.
Esta interpretación tiene dos aspectos. Por una parte, entender las dificultades de la vida como algo de lo que hay que sacar provecho, que nos ayudan a estar despiertos y andar mejor nuestro camino sin dejarnos engañar por las seducciones del mundo. Por otro, una interpretación del mal como corrección necesaria que Dos nos hace. La primera puede ser aprovechable; la segunda entra dentro de las muchas ingenuidades que se han escrito para abordar el problema del mal. Y me parece que las terribles tragedias que padecen innumerables personas necesitan una explicación menos simple y devota que la ofrecida por este texto.
José Enrique Galarreta S.J.
Fe Adulta
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