"Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava…" (Lc 1,39-56)
¡Qué peligrosas son dos mujeres juntas! A Isabel, sorprendida por la visita de la prima, se le agranda y ensancha el corazón con unas alabanzas a María que ponen al descubierto todo el misterio que María lleva dentro. Y María que se siente inundada del misterio que lleva en seno, se despacha con el himno del Magníficat, que es como un resumen anticipado del Evangelio. Se siente la esclava. Pero se siente también la esclava en la que Dios ha desplegado todo su poder. Ella prefiere verse no desde sí misma sino desde lo que Dios hace en ella.
Siempre he sentido un gran cariño hacia el Magnificat de María, pues me ofrece una pedagogía de fe conmigo mismo.
Desde niños nos han enseñado más el pecado que la gracia, más a sentir que somos nada o casi nada, y no lo grandes que somos para Dios, nos han enseñado una humildad que era un rebajarnos hasta sentirnos una basura, y no la humildad que es reconocer los dones de Dios en nosotros.
Nos han enseñado a hacer el examen de conciencia de lo malo que hacíamos y nunca nos han enseñado a reconocer lo bueno que había en nuestro corazón.
Desde niños nos han cortado las alas del espíritu que nos impedía volar más alto hacia las cumbres.
Eran más los “no” que los “sí”.
Y todo esto nos ha llevado a una espiritualidad de la negatividad. La espiritualidad del “no”. En vez de esa otra espiritualidad del “sí” y la vivencia de nuestra fe . Y esa espiritualidad es posible que siga todavía muy metida dentro del corazón.
Por eso mi pregunta cada día es: ¿Y cuál es hoy mi “magnificat”?
Porque en todos nosotros hay mucho más de bueno que de malo, hay mucho más de gracia que de pecado.
Es posible que, a lo largo del día, hayamos hecho muchas cosas malas. Pero ¿y cuántas cosas buenas no quedan como huellas humanas de que Dios camina con nosotros? ¿Acaso no debiéramos también nosotros proclamar, como María, “las maravillas que Dios hace en nosotros”?
En vez de esos exámenes de conciencia negativos de los pecados que hemos hecho, ¿no sería mejor escribir cada día nuestro propio “Magnificat”?
El “Magnificat” de la bondad que hemos regalado a los demás, de las sonrisas que hemos obsequiado a los que están a nuestro lado, de tantos gestos de servicio para con los demás, de esas penas y sufrimientos que hemos aliviado, de esas soledades que hemos acompañado, de esos sentimientos de generosidad que Dios ha despertado en nosotros.
¿No crees que sería bueno escribir tu Magnificat el día de tu cumpleaños o cada fin de año?
¿Qué ha hecho Dios en mí este año? ¿Cuáles son las maravillas que hay en mí?
¿Queréis conocer mi “Magnificat” personal?
“Proclama mi alma la grandeza del Señor. Se alegra mi espíritu cada vez que contemplo las cosas que El ha hecho en mí”.
“Me miró, cuando nadie se interesaba por mí, cuando nadie daba nada por mí.
Dios inclinó su cabeza y mi miró con sus ojos de bondad.
Me miró y me llamó. Me hizo sentir que yo era importante para él. Me hizo sentir que yo no podía quedarme en simple ferroviario u oficinista.
Me miró y me hizo revivir. Me hizo soñar. Me despertó interiormente.
Desde muy pequeño acaparó mi corazón.
El Señor hizo en mí cosas grandes, que jamás se me hubiesen pasado por la mente.
Me miró y me consagró a su servicio en la vida sacerdotal. Ministro de su Eucaristía y ministro de su perdón. Ministro de su Palabra.
Me miró y derramó en mi corazón el gozo y la alegría de la vocación.
Me miró y “creyó en mí” cuando los demás no creían.
“Si mi sobrino vale para cura, dijo un tío mío, yo valgo para Obispo”. Y mi tío no fue Obispo, pero el sobrino sí llegó a cura.
Proclama mi alma la grandeza del Señor: Por las almas a las que puedo consolar. Por las vidas a las que puedo ayudar. Por los caídos a los que puedo ayudar a levantarse. Por los levantados que puedo empujar a caminar.
Y ahora, dime, ¿cuál es tu Magnificat? Porque también tú tienes el tuyo, aunque no lo creas.
Desde niños nos han enseñado más el pecado que la gracia, más a sentir que somos nada o casi nada, y no lo grandes que somos para Dios, nos han enseñado una humildad que era un rebajarnos hasta sentirnos una basura, y no la humildad que es reconocer los dones de Dios en nosotros.
Nos han enseñado a hacer el examen de conciencia de lo malo que hacíamos y nunca nos han enseñado a reconocer lo bueno que había en nuestro corazón.
Desde niños nos han cortado las alas del espíritu que nos impedía volar más alto hacia las cumbres.
Eran más los “no” que los “sí”.
Y todo esto nos ha llevado a una espiritualidad de la negatividad. La espiritualidad del “no”. En vez de esa otra espiritualidad del “sí” y la vivencia de nuestra fe . Y esa espiritualidad es posible que siga todavía muy metida dentro del corazón.
Por eso mi pregunta cada día es: ¿Y cuál es hoy mi “magnificat”?
Porque en todos nosotros hay mucho más de bueno que de malo, hay mucho más de gracia que de pecado.
Es posible que, a lo largo del día, hayamos hecho muchas cosas malas. Pero ¿y cuántas cosas buenas no quedan como huellas humanas de que Dios camina con nosotros? ¿Acaso no debiéramos también nosotros proclamar, como María, “las maravillas que Dios hace en nosotros”?
En vez de esos exámenes de conciencia negativos de los pecados que hemos hecho, ¿no sería mejor escribir cada día nuestro propio “Magnificat”?
El “Magnificat” de la bondad que hemos regalado a los demás, de las sonrisas que hemos obsequiado a los que están a nuestro lado, de tantos gestos de servicio para con los demás, de esas penas y sufrimientos que hemos aliviado, de esas soledades que hemos acompañado, de esos sentimientos de generosidad que Dios ha despertado en nosotros.
¿No crees que sería bueno escribir tu Magnificat el día de tu cumpleaños o cada fin de año?
¿Qué ha hecho Dios en mí este año? ¿Cuáles son las maravillas que hay en mí?
¿Queréis conocer mi “Magnificat” personal?
“Proclama mi alma la grandeza del Señor. Se alegra mi espíritu cada vez que contemplo las cosas que El ha hecho en mí”.
“Me miró, cuando nadie se interesaba por mí, cuando nadie daba nada por mí.
Dios inclinó su cabeza y mi miró con sus ojos de bondad.
Me miró y me llamó. Me hizo sentir que yo era importante para él. Me hizo sentir que yo no podía quedarme en simple ferroviario u oficinista.
Me miró y me hizo revivir. Me hizo soñar. Me despertó interiormente.
Desde muy pequeño acaparó mi corazón.
El Señor hizo en mí cosas grandes, que jamás se me hubiesen pasado por la mente.
Me miró y me consagró a su servicio en la vida sacerdotal. Ministro de su Eucaristía y ministro de su perdón. Ministro de su Palabra.
Me miró y derramó en mi corazón el gozo y la alegría de la vocación.
Me miró y “creyó en mí” cuando los demás no creían.
“Si mi sobrino vale para cura, dijo un tío mío, yo valgo para Obispo”. Y mi tío no fue Obispo, pero el sobrino sí llegó a cura.
Proclama mi alma la grandeza del Señor: Por las almas a las que puedo consolar. Por las vidas a las que puedo ayudar. Por los caídos a los que puedo ayudar a levantarse. Por los levantados que puedo empujar a caminar.
Y ahora, dime, ¿cuál es tu Magnificat? Porque también tú tienes el tuyo, aunque no lo creas.
Juan Jáuregui Castelo
Nace en Galdakao (Bizkaia). Estudia con los PP. Trinitarios el Bachillerato. Y posteriormente hace sus estudios de Filosofía y Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca.
Ligado a la música desde niño: cantor en escolanías, estudia piano y órgano en Bilbao y Salamanca. Director y creador de diversas corales: Coral San Juan de Mata de Salamanca, Escolanía “Príncipe de Asturias” de Cantabria… Organista y compositor de más de una veintena de Discos sobre música litúrgica.
Párroco y músico son las dos realidades que configuran el ser de Juan Jáuregui.
Y desde esas dos realidades es desde donde hace su tarea Evangelizadora.
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