Después de su primer gran viaje y sobre todo tras su sorprendente y espontánea rueda de presa en el avión, cabe preguntarse si el papa Francisco ha dado ya pasos reales hacia un pontificado de cambio, o si su trayectoria se reduce a significativos gestos simbólicos de gran fuerza popular y mediática, pero nada más. Si hay algo más allá de sus sonrisas, cambio de vivienda y zapatos, coches menos ostentosos y cercanía visible a la gente en el lenguaje y el contacto físico sin plástico antibalas.
La respuesta más genérica es que sí. Su lenguaje no sólo revela populismo y una aproximación a la terminología actual, por la que afortunadamente se entiende a la primera. Contiene un elemento de ruptura que sacude las conciencias y puede suscitar un despertar interior y una nota específicamente nueva: arropar su mensaje optimista, alegre y positivo. Se diría que ha cambiado los continuos palos, condenas y advertencias a los que estábamos acostumbrados, por caldear los ánimos, zarandear a los fieles y roturar un camino hacia horizontes de esperanza.
A los jóvenes les ha dicho que armen “líos”; a los obispos que no actúen como príncipes, y a toda la Iglesia que abandone viejos clericalismos y deje de mirarse a sí misma para lanzarse a la calle al encuentro de la gente.
Pero además ha comenzado a abordar aspectos doctrinales, en los que la jerarquía católica se había movido desde Juan Pablo II en una suerte de involución revisionista del Concilio y en una predicación del “no” sistemático, con una obsesión dominante por atajar los pecados sexuales con cierto olvido de la moral social y económica.
Se dijo, tras la sorprendente elección de Bergoglio, que el cardenal elegido para ocupar la sede de Pedro era un prelado con una preocupación capital por los pobres, pero conservador en la doctrina. Evidentemente no es un rupturista radical. Su revolución apunta al descalabro interior que provocan las bienaventuranzas, no un corte con la tradición católica, sino contra el salvajismo egoísta que ha instaurado en nuestro mundo la economía de mercado.
En su viaje a Brasil se ha apuntado explícitamente al Estado laico, porque permite la libertad religiosa. En esto da un viraje de ciento ochenta grados respecto a Juan Pablo II, que era un declarado fundamentalista neoconfesional.
En el gobierno interno de la Iglesia ha recalcado una vez más que prefiere ser obispo de Roma a primus inter pares,lo que supone subrayar el aspecto de la colegialidad sobre el viejo-pontífice rey absoluto. Señaló en el avión su intencionalidad ecuménica, pues, como es sabido, la del primado romano es una de las cuestiones que más separa a la Iglesia de otras confesiones. También en este aspecto hay que anotar los pasos ya dados hacia la limpieza del IOR, el banco vaticano y la corrupción interna
¿Y la tan traída y llevada moral sexual? Otro nuevo: la revisión de la comunión de los divorciados y vueltos a casar. Parece que Francisco ha anunciado una puesta a punto del polémico tema de las nulidades canónicas, con una curiosa aproximación a la Iglesia ortodoxa que admite la posibilidad de errores y corrección en la indisolubilidad del primer matrimonio.
Respecto a la mujer, aunque subrayó su importancia en la Iglesia, con el consabido recurso a que la Virgen María es más importante que los apóstoles, reafirmó que la puerta al sacerdocio está definitivamente cerrada por Juan Pablo II. No se han hecho esperar las reacciones de las católicas feministas, que siempre han defendido que, si no hay ordenación de mujeres, nunca habrá igualdad. Si bien el Papa ha insistido en la necesidad de estudiar más a fondo la teología de la mujer y no sería de extrañar que le diera mayor participación en el gobierno de la Iglesia.
Pero la pregunta más explosiva podía poner a Francisco en evidencia: la penosa situación de los homosexuales creyentes que quieren seguir practicando su fe. Recuerda uno de aquellos dilemas que planteaban a Jesús los fariseos: Si el Papa respondía que ejerciendo como homosexuales pueden vivir al mismo tiempo como católicos practicantes, se situaba fuera de la moral tradicional católica. Y si decía lo contrario, se apuntaba a la crueldad que segrega al colectivo gay de la Iglesia. Francisco respondió hábilmente: “¿Quién soy yo para juzgar a un homosexual que quiere ser religioso?” Nadie le puede acusar de cambiar la doctrina y sin embargo abre una puerta: la del santuario de la conciencia. De internis necque Ecclessia. (“De la intimidad de la conciencia ni la Iglesia puede juzgar”), decían ya los antiguos.
Por tanto el “párroco del mundo”, como lo llaman ya los italianos, sigue desconcertando, no sólo a golpe de sonrisa o su cartera de mano en la escalerilla, donde llevaba un libro sobre la más pequeña de las santas, Teresa de Lisieux,o su valiente desafío a todos los killers que hoy andan sueltos, sino poniendo un plus de entrañas de misericordia a una sociedad rígida y heladora, y un gramo de santa locura, arrojo y entusiasmo, a una Iglesia encapsulada en el miedo y la norma. No es escaso equipaje para un primer vuelo al contiente de mayoría católica que empieza a flaquear en la fe.
Pedro Miguel Lamet
El alegre cansancio
21
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