El fin de la Pascua significó litúrgicamente el retorno a la vida cotidiana. Abandonamos el oasis de luz y nos enfrentamos con las preocupaciones y las ocupaciones de todos los días. La vida cotidiana es con frecuencia algo gris y puede convertirse con facilidad en la tumba de los grandes ideales. Así también en la vida cristiana: la luz de la pascua se apaga ante la presión de la realidad chata y estrecha. Pero el retorno litúrgico a la vida cotidiana (a Galilea) nos quiere decir que esto no tiene por qué ser así. De hecho, el paso a la cotidianidad lo marca Pentecostés, la fiesta del Espíritu Santo, que se considera la tercera Pascua cristiana. Pascua significa “paso”: pasamos a la vida cotidiana “iluminados” por el Espíritu Santo, el Espíritu del Amor, el Espíritu de Jesús, que está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo.
De este modo, la liturgia nos dice que la vida cotidiana no es el lugar que entierra nuestros ideales, sino el campo en el que se han de realizar. Los ideales no pueden ser sólo hermosas ideas con las que nos evadimos de la realidad, sino que son “sentidos”, universos de valor que deben adquirir carne en los acontecimientos que componen nuestra vida. La encarnación, como toda realización, supone un cierto empequeñecimiento (una “kénosis”), pero es también una concreción, que da densidad real a los puros ideales.
En nuestro caso, la encarnación del ideal cristiano, de todo el mensaje de la Pascua, es sencillamente el amor, realizado en las pequeñas cosas de la vida cotidiana. Vivir con sentido, ser conscientes, infundir valor a lo que hacemos, ser capaces de renunciar a ciertos caprichos dictados por nuestro egoísmo, estar por encima de nuestros humores y estados de ánimo para prestar atención a lo que realmente vale la pena y a los que realmente queremos…, todo esorealiza, aunque sea imperfectamente, el ideal del amor cristiano. Todo eso es posible, y todo eso es fruto del Espíritu.
La Pascua ha terminado. Hemos regresado a la cotidianidad de nuestra vida, a Galilea. Pero la liturgia no parece querer despedirse tan deprisa de ese tiempo luminoso. Van apareciendo los destellos de la luz Pascual. El primero, el domingo posterior a Pentecostés, fue la fiesta de la Santísima Trinidad. El segundo gran destello de la Pascua es la solemnidad que tradicionalmente se celebraba el jueves después del Domingo de la Trinidad, y que ahora se ha trasladado al domingo siguiente, el que hoy celebramos.
La fiesta del cuerpo y la sangre de Cristo y de su presencia real en la Eucaristía es la fiesta que nos habla de la presencia de lo extraordinario de Dios en lo ordinario, en la vida cotidiana. Todo el misterio de la encarnación, la vida, la pasión y muerte y la resurrección de Jesucristo se concentran en esas realidades tan cercanas y ordinarias, casi tan vulgares, como son el pan y el vino, símbolos de nuestra debilidad, que necesita ser remediada con el alimento cotidiano: el pan; y de nuestro deseo de plenitud, que a veces tratamos de anticipar en los momentos de fiesta: “el vino que alegra el corazón del hombre” (Sal 104, 15).
Jesús, que prolonga su presencia en la Iglesia y en el mundo de tantas maneras (en la comunidad de los creyentes, en su Palabra, en los pastores, en sus pequeños hermanos que sufren), ha querido estar entre nosotros no sólo en espíritu, sino con una forma de presencia especialísima y real, con su cuerpo y su sangre, en el sacramento del pan y el vino, en la Eucaristía. Así nos dice que su cercanía no se limita a ciertos momentos extraordinarios, desgajados de nuestra vida diaria, sino que nos acompaña y alimenta en nuestro caminar. La Eucaristía es alimento para el camino de la vida.
El texto del Deuteronomio nos recuerda de qué camino se trata. No es un camino de rosas, sino, con frecuencia, un camino de aflicción, erizado de dificultades, peligros y carencias: un camino que nos pone a prueba. Pero es un camino en el que también podemos experimentar la providencia de Dios, los regalos que la vida nos hace, los bienes que nos dan fuerza y nos alimentan para seguir caminando. Ante las carencias y dificultades podemos tener la tentación (la tenemos con mucha frecuencia) de preocuparnos sólo por sobrevivir, de asegurarnos el maná material que nos garantiza no perecer, o no perecer enseguida: ir tirando mientras se pueda. Pero, si estamos en camino, tenemos que ser conscientes de que caminamos hacia alguna parte, de que el camino tiene una meta, un sentido. Por eso, debemos recibir con agradecimiento el maná que alimenta nuestro cuerpo (todos los bienes materiales), sin olvidar que “no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Porque no basta sobrevivir (mejor o peor, según la fortuna nos haya sido propicia o adversa), sino que hay que tratar de vivir bien, de alimentar nuestro espíritu con otro pan, de hacernos ricos de bienes superiores que también encontramos por el camino como regalos y como exigencias: la justicia, la generosidad desinteresada, la paz, la ayuda mutua, el perdón.
Jesús se presenta a sí mismo como el verdadero maná, como el pan vivo bajado del cielo: él es la Palabra que sale de la boca de Dios y que nos ayuda no sólo a sobrevivir mal que bien, sino a vivir de manera acorde con nuestra dignidad de imágenes de Dios e hijos suyos. No es que Jesús desprecie el maná material, el pan que alimenta nuestro cuerpo: no olvidemos que este discurso del pan de vida tiene lugar después de la multiplicación de los panes, con la que Jesús ha remediado el hambre física de sus discípulos. Pero nos recuerda que preocuparse sólo de esa supervivencia no es suficiente: por mucho que hayamos comido y bebido, por bien que nos haya ido en la vida, al final nos espera la muerte. Por eso es preciso esforzarse por el alimento que nos permite vencer a la muerte, alcanzar la vida plena, participar de la vida de Dios: habitar en Cristo, Palabra eterna del Padre, que él habite en nosotros, para, junto con él, vivir en el Padre.
Ahora bien, Jesús expresa todo esto de un modo que nos puede parecer excesivamente crudo: alimentar nuestro espíritu con el Pan que ha bajado del cielo implica comer su carne y beber su sangre. ¿Qué significa esto realmente? Ya los discípulos contemporáneos de Jesús (y los de la primera generación cristiana, y luego, de muchas formas, a lo largo de toda la historia) se preguntaban “¿cómo puede éste darnos a comer su carne?” ¿Implica esto alguna forma de canibalismo? Ante la repugnancia que suscita esta posibilidad, surge enseguida la tentación de una interpretación meramente simbólica. El pan y el vino no serían realmente el cuerpo y la sangre de Cristo, sino sólo “signos” que nos lo recuerdan. Pero toda la tradición de la Iglesia ha ido en sentido contrario, y ha afirmado la presencia real del cuerpo y la sangre en las especies del pan y el vino. Son muchos los textos bíblicos los que nos ayudan a entender este misterio, eso sí, con los ojos de la fe, como con tanta fuerza subraya Sto. Tomás de Aquino en su maravilloso himno eucarístico “Tantum ergo”: Et, si sensus déficit, ad firmandum cor sincerum sola fides súfficit / Præstet fides suppleméntum sénsuum deféctui (Aunque fallen los sentidos, solo la fe es suficiente para fortalecer el corazón en la verdad / Que la fe reemplace la incapacidad de los sentidos). Para esta comprensión nos fijamos en los textos que nos propone hoy la liturgia.
El discurso del pan de vida suple en el Evangelio de Juan al relato de la institución de la Eucaristía que encontramos en los Evangelios sinópticos (cf. Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-25; Lc 22, 15-20) y en la primera carta a los Corintios (11, 23-25). Pero el contexto de este discurso es tan pascual como en los otros Evangelios. Jesús dice que su carne es el pan que yo os daré,en futuro. Es claro que no se trata de una invitación a la antropofagia, sino de comer un pan y de beber un vino que son un cuerpo entregado y una sangre derramada. Jesús habla, pues, de su muerte y de su resurrección. La carne que hemos de comer y la sangre que hemos de beber son los de su cuerpo glorificado en el misterio pascual. En este misterio pascual participamos realmente por medio de una comida. Así se hace presente en nuestra vida cotidiana lo extraordinario de Dios, la salvación y la vida plena que nos ha dado en Jesucristo, su Palabra encarnada, en su carne y sangre entregadas por nosotros.
El camino de nuestra vida puede ser arduo y difícil, pero en él recibimos cotidianamente el sustento que nos hace descubrir en la dificultad el rostro de Cristo sufriente, y nos ayuda a vislumbrar en esas mismas condiciones (alegres o tristes, luminosas u oscuras) la luz del triunfo de Cristo, el cuidado providente de Dios Padre. Y esto nos ayuda no sólo a sobrevivir, sino a vivir en una cierta plenitud, prenda de la plenitud futura: a vivir bien, a vivir en comunión con Cristo, y en comunión con los demás, convertidos en hermanos, pues, porque comemos todos del mismo pan, aunque somos muchos (distintos, a veces divergentes), formamos un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Jesús nos invita a acercarnos a Él y participar gratuitamente de su banquete, comer el pan y el vino que ha bendecido para nosotros, y que son su cuerpo y sangre entregados y transfigurados. De esta manera participamos realmente de su vida y de su misión, no sólo alimentamos nuestro espíritu para poder caminar, sino que nos cristificamos, capaces de entregarnos, nos transfiguramos, nos convertimos en alimento que da fuerza para caminar a muchos otros.
¿Cómo no aceptar este don que Dios nos hace gratuitamente?
Ciudad Redonda
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