Cuando ya estaba preparándome para iniciar mi viaje de regreso desde la caleta Chañaral de Aceituno a Santiago, un señor me pregunta: “¿Va pa’rriba?”. Me estaba preguntando si lo podía llevar pues la locomoción es muy escasa en ese lugar. Yo hice como que no lo escuché. Pero él insistió: “¿Va pa’rriba?”. Él tenía un aspecto deplorable: sucio, mal vestido, con un saco blanco en su mano. Su aspecto era el de un mendigo. Me imaginé con él en el auto y pensé que lo podría dejar sucio y hediondo. Con la mano le hice un gesto negativo, casi dándole la espalda. Él se fue.
Yo seguí arreglando mis cosas para partir. Y, poco a poco, me fui sintiendo mal: me molesté con mi frialdad, con mi falta de acogida. Sentía que había puesto un muro entre él y yo, que había sido indiferente. Por muy sucio que estuviera, no había razón para haberlo tratado así. Me sentí una persona mala, incoherente, que dice pero no hace. Y me puse triste.
Cuando comencé mi viaje solo pedía: “Señor, que lo encuentre en el camino…que lo encuentre”. Después de algunas curvas lo encontré: caminaba lento, cojeando. Al ritmo que iba se iba a demorar todo el día en llegar a Carrizalillo, el pueblo al que iba.
Me detuve, saqué la mochila del asiento y lo invité a subir. Él se puso feliz. En el viaje él me iba contando la historia de las caletas, me daba las picadas para pescar cabrillas, corvinas, me enseñaba sobre los tipos de carnadas. Me contó que iba a buscar víveres que –supongo- alguien le regalaba. Yo le entendía la mitad de lo que me contaba; supongo que lo mismo le pasaba a él. En todo caso conversamos todo el tiempo que duró el viaje. Cuando llegamos a Carrizalillo él se bajó, yo le di la mano y le dije “Chao, que le vaya bien”. Él me respondió: “gracias por traerme”.
Cuando proseguí mi viaje, se quedó pegado en el auto el olor a mendigo, marcado por un fuerte olor a meado. Solo me nació decir: “Gracias, Señor, gracias”.
SS.CC. Chile
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