Invitamos a los obispos que concluyen la 109ª Asamblea Plenaria de la CECH, para que den pasos audaces, tendientes a reconstruir nuestra Iglesia chilena que... (Editorial de R. y L.).
Los obispos de la Conferencia Episcopal de Chile se han congregado en torno a la 109ª Asamblea Plenaria en Punta de Tralca.
Como en ocasiones anteriores, los obispos se reúnen para contemplar la realidad social, política y eclesial de nuestro país, así como para atender la agenda pastoral de la Iglesia. Se trata de una experiencia colegiada que siempre despierta expectativas entre el pueblo de Dios.
En esta ocasión, la realidad nacional se encuentra remecida por la contingencia, donde escándalos económicos, políticos y eclesiales han minado las confianzas ciudadanas a niveles inéditos en tiempos de democracia. Es imposible no ver en esto elocuentes signos de los tiempos.
Importantes instituciones permanentes de la nación han caído en el descrédito, entre ellas grandes empresas, instituciones públicas, partidos políticos y la Iglesia comparten una severa pérdida de confianza entre los chilenos. Detrás de ellas, los ciudadanos perciben principalmente a empresarios, políticos y obispos.
El castigo ciudadano a estas instituciones radica en la contradicción que revelan en su actuación social, respecto de su deber moral. Si el deber social les impone la obligación de ser canales privilegiados para la consecución del bien común, en su actuación pública manifiestan el poder que poseen, orientándolo a servir sus propios intereses. Así, dejan en evidencia cómo la corrupción del poder desvirtúa el servicio.
La Iglesia, a diferencia de otras instituciones, expresa de manera más contundente las contradicciones de su actuar, precisamente porque ella está llamada a ser un referente moral. De ella, los ciudadanos esperan coherencia con el Evangelio, siendo éste la medida de las propias contradicciones, porque “la misma medida que ustedes usen para los demás, será usada para ustedes” Mt 7,2.
En pocos meses se ha registrado una gran cantidad de escándalos eclesiales que la sociedad y los propios fieles no toleran. El autoritarismo expresado en falta del libertad del clero para opinar, falta de libertad de los teólogos para enseñar, investigaciones canónicas secretas, acusaciones anónimas, sanciones injustificadas, falta de escucha pastoral e imposición de obispos y párrocos, entre otras expresiones, son hechos que en la sociedad actual no son aceptables. En igual contexto, el abuso de menores y su amparo son juzgados con la mayor severidad social.
El entorno cultural, caracterizado por ciudadanos más preparados y mejor informados, ponen en entredicho ciertas prácticas pastorales que son propias de una cristiandad ya superada. Valores como el respeto a la libertad individual y a la diversidad cultural, el imperativo de la transparencia y de la coherencia, el deseo de participación y de comunión real, entre otros, advierten de la necesidad de una urgente y profunda renovación del ministerio sacerdotal y episcopal.
Consecuentemente, de los pastores se espera servicio, respeto a la conciencia ajena, coherencia evangélica, acogida real a la participación de los laicos en la vida de la Iglesia, gestos concretos de misericordia con todos. En resumen, se espera una convergencia efectiva hacia el espíritu del Concilio Vaticano II.
En este contexto, los problemas que enfrentan las familias actualmente no parecen ser comprendidos debidamente por cierta jerarquía que, en pleno siglo XXI, sigue empeñada en expresar un magisterio moralizante, que se vuelve estéril a la conciencia de la mayoría de los fieles. Se agota así la voz de los pastores en cuestiones donde el laicado comprende que la voz de la conciencia individual es el eje rector de la conducta cristiana. El imperio de la conciencia individual se ha convertido en un alentador signo de los tiempos, fruto innegable del concilio. Sin embargo, no es suficientemente valorado por la jerarquía de la Iglesia.
Cuando en el país comienza a discutirse un proyecto de ley que despenaliza el aborto –bajo condiciones de violación, de riesgo de vida de la madre y de inviabilidad del feto– es necesario señalar que es indebido participar del diálogo social, presumiendo ser los defensores de la vida, como si quienes alientan dicho proyecto fueran enemigos de ella. Actitudes así no favorecen las condiciones que garanticen un diálogo fecundo.
Asimismo, cabe preguntarse con humildad y honestidad si cuando la Iglesia ha actuado imperativamente en el terreno de la moral sexual, cerrando las puertas al uso de los medios anticonceptivos, o cuando se ha opuesto a la implementación de algunos programas de educación sexual en colegios y liceos, o cuando ha rechazado el uso de la “píldora del día después” en casos de violación, ¿no ha terminado empujando, en cierto modo, a muchas mujeres al brutal dilema de abortar en condiciones de gestación avanzada?
La vida es el bien más preciado en la sociedad, cuyo cuidado merece ser asumido integralmente en todas sus etapas, incluyendo también: el pago de sueldos justos; la superación de la precariedad social; pagando debidamente los impuestos para financiar programas sociales; brindando condiciones de salud, educación y previsión social a todos los ciudadanos, especialmente a los más pobres; respetando los derechos de los trabajadores; dignificando e integrando social y políticamente a los pueblos originarios; respetando a las minorías sexuales; así como cuidando los bienes naturales y no expoliándolos para el beneficio de unos pocos.
Por eso, invitamos a los obispos que concluyen la 109ª Asamblea Plenaria de la CECH, para que den pasos audaces, tendientes a reconstruir nuestra Iglesia chilena que hoy se encuentra seriamente desacreditada, asumiendo el desafío de una urgente renovación sacerdotal y episcopal, para que por la gracia del Espíritu de Dios se despojen de desconfianzas, de miedos y de temores, para que sean hombres con parresía profética, “ligeros de equipaje”, abiertos a los signos de los tiempos, atentos al “sentir de los fieles”, misericordiosos y acogedores, respetuosos de la libertad de conciencia de hombres y mujeres, más pastores que señores, más comprensivos, en resumen, buenos pastores con “olor a oveja”.
Sólo así, con la guía de buenos pastores podremos reconocer juntos que “Es mejor refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres; es mejor refugiarse en el Señor que fiarse de los poderosos.” Sal 118 (117), 8-9.
Consejo Editorial Revista Reflexión y Liberación ( 22/4/2015 ).
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