Son las 7.10am del 24.07.09. Estoy de guardia y a las 4.15am la médico de urgencias ha solicitado mi ayuda para atender a una enferma grave. A mi llegada la enferma estaba crítica, en lo que llamamos un estado de “shock”: sin orinar y con tensión arterial indetectable, así como un cambio de coloración en la piel. Se trataba de una mujer de 71 años con un problema renal crónico. Tras muchos años de ejercicio uno desarrolla un sexto sentido que le indica una situación de gravedad extrema, así que la he pasado directamente a lo que llamamos “box vital” o cuarto de paros. Todo el equipo de urgencias (mi compañera médico, enfermeras, auxiliares) hemos peleado por su vida durante dos largas horas. Más o menos a la media hora de llegar yo, cuando ya había canalizado un vena gruesa en la ingle y la situación parecía haberse estabilizado, la paciente ha presentado una parada cardiaca. Durante una hora hemos intentado reanimarla, ya saben, eso que sale en la tele, masaje cardiaco, medicación intrvenosa, choques eléctricos … Pero no ha servido de nada. A las 6.20am he dado la orden de interrumpir la reanimación, ya no tenía sentido seguir más tiempo. Yo tenía mis hipótesis diagnósticas, pero no he tenido tiempo de confirmar o descartar ninguna. A veces se gana y a veces se pierde. Uno termina ratos así con un sudor frío y las manos temblando, por el stress y la frustración, así como por el mismo esfuerzo. No es agradable, pero es la profesión que hemos elegido.
Entonces ha venido el rato peor: decirle al esposo y a la hija lo que había ocurrido, con la mayor delicadeza posible. Ambos se han “roto”, es lo humano y natural. Luego ha llegado el hijo, y eso ha sido peor si cabe: como a alguien hay que echarle la culpa y esta paciente había sido visitada recientemente en nuestro hospital y en el centro de salud, ha comenzado a increparnos por el mal funcionamiento del sistema sanitario y la capacitación y falta de profesionalidad de los médicos, incapaz de comprender que, muchas veces, la muerte se presente de forma imprevisible e inevitable, y que no necesariamente es culpa de nadie. Como yo era el médico más veterano, he dado al cara y he aguantado el chaparrón con la mayor educación posible. Se lo aseguro, no ha sido fácil ni agradable, pero alguien tenía que hacerlo, el hombre tenía que desahogarse y exigía explicaciones a lo aparentemente inexplicable. Créanme, no hay dinero que compense un rato así (lo decía en mi post anterior) ni la frustración y la impotencia de una reanimación sin éxito, incluso cuando se han hecho miles durante la vida profesional y se tienen tablas, como es mi caso. A mi compañera le temblaban las manos, sólo el tiempo dan la entereza que a veces se necesita, e incluso así hay cosas que golpean, afectan y conmueven.
Ahora, más tranquilo, he revisado todo el historial y he entendido de qué ha muerto, una complicación inherente a su enfermedad renal y un precipitante agudo, ese todavía no me queda claro. Los muertos siempre enseñan a los vivos, lo dijo Hipócrates. Lo que no dijo es cómo consolar a una familia ni cómo confortarse a sí mismo. Eso lo he tenido que aprender yo solo.
Uno siempre se pregunta si se pudo haber hecho más antes. Creo que en este caso sí, pero ahora ya es tarde y nada devolverá la vida a la paciente.
Disculpen este post, pero con alguien tenía que compartir mi dolor, mi cansancio y mi frustración e impotencia. Gracias por escucharme.
Ángel García Forcada
Del blog Confesiones de un médico
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