Sunday, July 05, 2009

La homilía de ciudad Redonda: Los profetas, don de Dios

Los profetas son gente difícil. Tienen la costumbre de decir lo que piensan. Aplican el sentido común la mayor parte de las veces y dicen lo que nadie se atreve a decir y algunos ni siquiera a pensar pero que es obvio y evidente a poco que nos quitemos los filtros que vidente a poco que nos quitemos los filtros que nosotros mismos nos ponemos para evitar ver la realidad tal como es.
Profetas ha habido siempre. En todas las sociedades. Y, sin duda, que han sido inspirados por Dios. Aunque ellos no lo supieran, aunque no fueran conscientes de ello. Han descubierto la verdad simplemente porque han estado abiertos a la realidad y han visto en ella lo que otros no querían ver.
Está claro que no es fácil vivir con un profeta. Y mucho menos aguantar sus palabras, tomárnoslas en serio y cambiar nuestra vida. Lo más fácil es cerrar los oídos. O simplemente matarlo, asesinarlo. Hay muchas formas de matar en nuestra sociedad. Se puede hacer matando materialmente a la persona. De esa manera se acalla su voz. Y “muerto el perro, se acabó la rabia”. Así han muerto muchos a lo largo de los siglos. Y también recientemente. ¿No fueron profetas asesinados los jesuitas de El Salvador? ¿No lo fue monseñor Romero?



Matar al profeta

Pero también se puede matar al profeta, desautorizando sus palabras. ¿Para qué hacerle caso si podemos sacar a la luz alguna historia escandalosa? ¿Si no ha sido éticamente íntegro y carga con algún error a sus espaldas? Pero, seamos serios, ser profeta no significa ser santo. Son dos cosas diferentes. Y por muchos errores que haya cometido, si lo que dice el profeta es verdad, lo sigue siendo para siempre.


Jesús fue un profeta. Decía las cosas que no quería nadie oír. Hablaba de un Reino de fraternidad. Pero para participar en él había que convertirse, dejar atrás el egoísmo que nos impide mirar más allá de nuestra nariz, alargar la mano abierta hacia el hermano y aprender a caminar juntos. Y dejar en el camino los bultos y propiedades que nos impiden estrechar la mano de los desconocidos y abrazar y acariciar. Para ser del Reino había que abrir los ojos y levantar la cabeza para mirar de frente a los otros.


Eso era una verdadera revolución. Suponía un cambio de vida para las personas y para la sociedad. Quebraba la sociedad tal como era y hacía que todo entrase en un vértigo de inestabilidad social sin par en la historia. Jesús se convirtió, pues, en un profeta que debía ser eliminado. Por eso terminó como terminó.


La eliminación comenzó por desautorizar sus palabras. No puede ser profeta en su tierra. Lo conocemos. Sabemos de sus defectos (y si no se saben, se inventan). ¿Para qué escucharle? Seguro que no dice nada nuevo. Ya está, que se vaya. Y Jesús no pudo enseñar en su pueblo. Así nos explica Marcos en el evangelio de hoy cómo Jesús fue rechazado por su pueblo, por los judíos.


Pero la verdad es tozuda. Y la realidad más. Las palabras del profeta nunca se apagan del todo. El tiempo le suele hacer justicia. Todos terminamos sabiendo que hubo un profeta entre nosotros, que Dios nos quiso acompañar e iluminar, que su palabra era útil para guiar nuestras vidas y ayudarnos a caminar entre los vericuetos de este mundo (primera lectura).




Discernir la profecía


¿Hay alguna solución para este sacrificio continuo de profetas y, cuando ya están muertos, su posterior rehabilitación? ¿O es un destino irremediable de la humanidad y de cada uno de nosotros: cerrar nuestros oídos a la verdad y matar al mensajero que nos la trae?


Seguro que sí. Primero, con Pablo (segunda lectura) tenemos que ser muy conscientes de nuestras debilidades y de las debilidades ajenas. El profeta no es mejor que nadie. La palabra del Señor para Pablo nos vale a todos: “Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad”. Lo que autoriza al profeta no es la santidad de su vida sino la verdad de lo que dice.


Y, segundo, ante el profeta o el que se proclama profeta, la solución no consiste en cerrar los oídos y matar al profeta. Pero tampoco consiste en abrir los oídos y decir que sí a todo lo que diga. Dios nos ha hecho criaturas inteligentes. Tenemos que escuchar con espíritu crítico y tratar de discernir en las palabras que escuchamos, en las muchas palabras que hoy escuchamos, las palabras de verdad, las que tienen sentido, las que nos devuelven la esperanza, las que nos ayudan a construir la fraternidad y el reino. Hay demasiados que se creen todo lo que se dice. Para ellos el profeta se convierte en un representante absoluto de Dios. Más absoluto que el mismo Dios, que nos hizo inteligentes y libres para discernir nuestro propio camino, que no nos quiere niños sino adultos, libres y responsables.


Fernando Torres Pérez cmf
fernandotorresperez@earthlink.net

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